La vida en 'pause'

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Equipo de fumigadores contra el coronavirus en China.
Equipo de fumigadores contra el coronavirus en China.

Cuando es demasiado lo que escapa a tu control, no sabes hacia dónde dirigirte. Cuando no sabes a qué atenerte, las cosas pierden sentido. Lo que te preocupaba deja de hacerlo porque simplemente ha sido sustituido por la incredulidad, por la impotencia, por ese je ne sais quoi que te deja seco. El mundo vive hoy esa sensación. Estamos en shock y no sabemos muy bien para dónde tirar. No tenemos muy claro si debemos arrasar el Mercadona, dejar de ir al gimnasio o no abrazar a nadie nunca más. No nos ha quedado del todo claro con qué vale o no vale lavarse las manos, ni si hay que llegar o no con el frote hasta el mismísimo sobaco. Pero, por si acaso, lo haremos.

Tampoco sabemos —y eso es lo que más nos jode— hasta cuándo habremos de seguir así: sin saber. Nos está llegando de todo a través de las redes, de los grupos de whatsapp, de los medios que vemos o de lo que nos cuentan los amigos y parientes. ¿Se cerrará Madrid? ¿Se confinará a la gente de las zonas más castigadas? ¿Cómo frenarlo? ¿Cómo mitigarlo? Está claro que solo podemos tratar de ser prudentes y mantenernos, a ser posible, en casa. También está claro que vivimos una situación insólita y que demasiadas cosas están en juego. Más evidente aún parece que nos está pudiendo a ratos la paranoia, que nos tocamos la frente cada pocos minutos y que hemos pasado de mirar con recelo al oriental del asiento de al lado en el autobús a reprobar con un gesto a todo hijo o hija de vecino que tose por la calle.

La histeria se nos apodera por momentos en los pasillos del súper. Estos días me ha venido con recurrencia a la cabeza aquella letra de 1980, cuando Alaska y los Pegamoides nos deleitaban con eso de: “terror en el hipermercado, horror en el ultramarinos”. Y es que no hay más que tratar de comprar carne en algunos sitios para corroborar cómo la primera víctima de una pandemia son las chuletas de aguja.

Demasiadas veces por minuto, el ser humano demuestra una estupidez que desafía los límites. Por eso, hay quien hace el agosto con las mascarillas desechables mientras los niños con enfermedades respiratorias a veces no disponen de ellas. Por eso, hay quien las roba de los centros sanitarios. Por eso, hay quien aprovecha para despedir trabajadores precarios. Por eso, hay gente que no se toma en serio lo que es serio. Pero también hay quien está dedicándose a hacerle la compra a los abuelos del edificio, quien se ofrece para cuidar a los niños que a partir del lunes no tendrán cole, quien lleva productos básicos a residencias de ancianos ante la amenaza de desabastecimiento. Y por todos esos, merece la pena enfrentar lo que se nos avecine: porque sigue habiendo gente preocupada en cuidar de otra gente.

Por lo pronto, no sabemos si tendremos que seguir saludando de lejos, tirando de la comida en conserva y de las fiambreras del congelador, trabajando desde casa y no haciendo planes. No sabemos hasta cuándo no podremos viajar o celebrar y reír al aire libre con toda nuestra gente. No lo sabemos y lo tememos. Pero no nos queda otra que poner la vida en pause hasta que podamos volver a ponerla en rose. Por si acaso.

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