Desde la gran explosión la vaca se dio cuenta de que ya ni tan siquiera había música, ni llegaban con las brisas de la tarde las palabras perdidas de las gentes que antes le eran familiares.
La vieron la última vez comiéndose la yerba que crecía entre los asientos en los que los trabajadores de la central nuclear Lenin de Chernóbil en Ucrania tomaban el autobús que los llevaba a su centro de trabajo. La vaca tenía los ojos grandes y las pezuñas abiertas y rotas de ramonear entre las avenidas de la ciudad de Prípiat, construida allá por los setenta, con el propósito de servir de apoyo y de sombra al ingenio nuclear del que la antigua URSS se había proclamado tan orgullosa a su inauguración, tanto que le puso el nombre de uno de los padres de la patria.
Quienes vieron de cerca a la vaca de Prípiat cuentan que tenía los ojos rasos de legañas, enfermos por las infecciones, y que después le fueron creciendo sobre el blanco ensangrentado del globo ocular unas úlceras cada vez más desagradables en las que empezaron a rondar pequeños gusanos. Fue sin lugar a dudas uno de los pocos animales que sobrevivieron a la explosión que provocara el hidrógeno acumulado dentro del núcleo del reactor número 4, tan recalentado que no pudo resistir la simulación de un corte en el suministro eléctrico. La vaca lo vivió todo en primera persona. Nunca lo entendería muy bien pero lo vio y lo sufrió en sus carnes.
A la vaca, la fiesta de truenos y centellas de aquella madrugada del sábado 27 de abril de 1986, la cogió rumiando la hierba fresca y verde de la primavera incipiente, y ajena a todo pero convirtiéndola en un testigo excepcional y mudo. El animal podría haberse muerto, si no del susto, de los efectos de la radioactividad; sin embargo siguió viva hasta muchos días después, un poco como un vigía desconcertado y herido de muerte pero vigilante. Y la vaca lo anduvo todo, las calles vacías, los parques abandonados, las casas sin nadie y en silencio, hasta defecó una boñiga extraña e inconsistente cerca de un camión abandonado de bomberos. Buscaba una solución pero no la encontró porque tampoco la había. Y fue así como se fue conformando con masticar con desgana las magarzas blancas y gualdas que eran con diferencia sus preferidas.
Aquella vaca blanca de grandes manchas negras, que a los niños de Prípiat les parecían el dibujo de los continentes o la silueta en descomposición de la vieja Rusia, lo fue viendo todo. En algún momento hasta supo que lo suyo sería morir. Y cuando fue sabiendo que estaba sola, y que las personas que quedaban lo estaban solo en retratos desde los que no miraba nadie, entendió que moriría pronto y mal. Ya había ido viendo cómo sus amigas de prado se habían ido yendo, y que si quedó alguna terminó como terminaría ella, arrinconada y hedionda en alguno de aquellos rincones espectrales de ciudad fantasma, a la que ni los buitres bajaban por sus vísceras. Conoció también por otros animales que las ratas y los gorriones se multiplicaron y que hubo algunos y algunas que nacieron deformes, sin alas, sin rabos y hasta sin ojos.
Y vio también que los hombres huían y que centenares de autobuses se habían ido amontonando desde las tres de la tarde en las plazas y que las familias enteras con poco más que lo puesto se marchaban con los ojos rasos de lágrimas, con secuelas y quemaduras, llagas y pústulas en la piel, con el cristalino turbio y con cataratas formadas de repente de la noche a la mañana. Y eso sin contar, porque esas cosas sí que nunca se saben, lo que llevarían dentro, además de la desazón de perderlo todo de golpe una madrugada en la que parecía que no estaba pasando absolutamente nada. Y la ciudad pasó de la normalidad a la evacuación de la noche a la mañana, sin dar siquiera tiempo a recapacitar sobre qué estaba pasando. Y era verdad, aquello que podría pasar pasó y la central que se construyó para producir energía eléctrica y elaborar plutonio se convirtió en un lugar todavía más maldito de lo que jamás nunca quisieron creer ni pensar.
La vaca de Prípiat fue viendo con el paso de los días que en sus ubres la leche se iba agriando y que las mamas se agrietaban y amenazaban con reventar de nadie usarlas, pero no reventaban, sino que en vez de leche lo que manaba era una sangre maloliente, descompuesta y que no llegaba ni acaso a ser negra. Y vio el desvalido animal que en los parques donde antes corrían los niños que la miraban solo estaba el viento colándose por entre los bloques de edificios vacíos y desolados entre los que barruntaba como el animal herido que sabe que la muerte estaba cerca, más cerca todavía.
Y en los apartamentos todo se fue apagando, rompiendo, desgastando untado de abandono y hastío.
Y los que se fueron sin nada sintieron a donde llegaron, no ya el rechazo, que también, si no la vergüenza de no poder tener siquiera pasado ni futuro, de tener miedo de decir de dónde venían, qué hacían antes, intentando igual, si era posible, ahuyentar al cáncer y las secuelas que nadie dudaba empezarían a notar. Y donde estuvieran, donde el Estado los fue recogiendo y reubicando, intentarían olvidar lo cerquísima que estuvieron de la muerte y cuánto de lucha con ella, codo con codo, les quedaría a ellos y a sus hijos.
Desde la gran explosión la vaca se dio cuenta de que ya ni tan siquiera había música, ni llegaban con las brisas de la tarde las palabras perdidas de las gentes que antes le eran familiares. Vio el animal también que los pastos se fueron secando y que por no haber no había ni hombres, y que a lo más, si veía algo, era cada vez con más dificultad y con sus ojos blancuzcos y llenos de úlceras, a soldados y a pequeñas brigadas que volvían con muchas precauciones al lugar, y a las que se veía trajinar con torpeza y trajes extraños, con miedo, con mucho miedo y con pavor, como si de golpe aquello hubiera pasado, de la madrugada al día, desde que se escuchó la gran explosión, de ser una gloria nacional, un becerro de oro al que adorar, a convertirse en un apéndice maldito del infierno que extendía sus garras y contaminaba sin entender ni de estados ni de fronteras.
