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Es tan infructuoso preservar un sistema como destruirlo, lo pretendamos o no. El sistema se transforma, se desmiembra, se rompe, se dispersa, se disuelve... sin desaparecer del todo (seguir leyendo).

En el ámbito de la jardinería la técnica del injerto aporta muchas ventajas: permite multiplicar una planta que es difícil de reproducir por otros medios o adaptarla a un suelo que no le conviene, proporcionar a un frutal resistencia frente diversas enfermedades o insectos, mejorar las cualidades de un fruto, etc.

La etimología de palabras como “injerto” e “implante” es engañosa en la medida en que ponen el foco sobre la acción de unir dos partes, ignorando o desestimando el hecho de que, para que esta unión tenga lugar, hemos debido en primer lugar hacer o promover una división.

En efecto, para poder injertar una rama de un frutal en otro árbol debemos primeramente separarla de su árbol original. Si esta rama cortada (digamos “desconectada”) pudiese sentir la euforia de la independencia respecto al árbol del que procede y el optimismo ante la promesa del desarrollo en un nuevo suelo, estos sentimientos durarían un instante fugaz. Pues, al tratarse de un fragmento, para poder sobrevivir y continuar dando frutos deberá necesariamente unirse a una planta madre sana, vigorosa y exenta de enfermedad.

Y aun en el mejor de los casos de que esta planta madre exista y esté disponible, como en toda forma de implante, no hay garantía, no hay estabilidad absoluta. La rama injertada y el árbol soporte se transformarán, se deformarán el uno al otro de manera que esa rama separada y después injertada ya nunca será lo que fue: una parte de su esencia se transmitirá hacia el patrón y a la vez una parte de la esencia del patrón contaminará la rama injertada. Ello sin contar con que el fragmento podrá además engendrar otros fragmentos…

A veces puede resultar difícil entender que un árbol no es un individuo, sino un sistema, dado que puede reproducirse de forma asexual, a partir de uno de sus fragmentos.

Es tan infructuoso preservar un sistema como destruirlo, lo pretendamos o no. El sistema se transforma, se desmiembra, se rompe, se dispersa, se disuelve... sin desaparecer del todo. “Todo sistema es mortal para el espíritu,” decía Schlegel, pero luego añadía: “si no hubiese sistema también sería mortal”. De ahí que muchos optemos por la solución intermedia: valorar los fragmentos, con la esperanza de que de ellos crezcan sistemas realmente nuevos.

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