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Perdonar es cojonudo, la panacea, vivir sin rencor, taconear sobre la indignación y ponerse el orgullo por peineta. 

Un mes fue el plazo que la dama le tomó a la niña hace ahora tres. Quizás fuera la niña quien más lo necesitaba. No he aprendido bien a disociar a la una de la otra. Espero no saber hacerlo nunca. El caso es que las jornadas de silencio prestadas desde entonces se han triplicado y es de justicia solicitar perdones por partida ternaria. Aunque no falten las razones, debo pedir dispensa a la ausencia trimestral. Entre lecturas veraniegas de Vicent, trabajos varios y atardeceres serenos, he llegado a barruntar sobre el perdón. Una sencilla palabra que hasta en su etimología apela a propina. El ‘donare’ latino era ya regalar, pero también devolver el deudor al acreedor aquello debido. Parece ser que la disculpa lleva en su raíz conceder al otro algo que de algún modo ya le pertenecía, restablecer su estabilidad emocional y devolver el equilibrio a su conciencia. Y nosotros con estos pelos y creyéndonos el adalid de la generosidad cuando, por lo visto, no concedemos nada que fuera nuestro.

La psicología de mesita de noche nos infunde que el perdón es un acto de inteligencia propio de seres espiritualmente superiores. Así poco más o menos rezaba también un panfleto amarilleado de los testigos de Jehová, de esos que siempre se precipitan en la rebaba del buzón y funden a modo de pastiche imagen fotográfica, proverbios hueros y afables dibujos pastoriles. Si perdonar es de listos, llama la atención lo espabilado que parece el humano contemporáneo. Al menos de fachada. Prestigiosos psicoterapeutas —nunca se añade si el prestigio procede del escaso índice de bajas por suicidio entre su cartera habitual de clientes o del apabullante nivel de ventas de sus prodigiosos manuales de autoayuda— coinciden en que perdonar consiste básicamente en cambiar una actitud destructiva por una constructiva. Construir para ser más fuertes, más listos, más felices y hasta más altos y más guapos. Abandonar el lado oscuro de la ira y dejar atrás el odio —entendido este como la vana ambición de tomar veneno para que se muera otro— están de moda. Lo señalan los recurrentes best seller que nos dejan los magos de Oriente en casa de la familia política, lo dice la madre que quiere que nos reconciliemos con nuestro inseparable compañero de pupitre, lo proclama el pastor desde el púlpito, lo grita la conciencia… el mundo conocido parece confabulado hacia la reconciliación. Hay una web que nos ayuda.

Existen páginas en la red dispuestas a servirnos de muleta para aprender a perdonar. Son oráculos posmodernos repletos de publicidad centelleante que rivaliza con fragmentos de texto mal redactados y con fotos de rubias y rubios muy sonrosados. En ellos podemos encontrar desde recetas saludables, hasta terapias anti edad, remedios caseros contra el estreñimiento y trucos para restaurar un revistero de saldo. Cómo hacer que una chica se derrita por ti, cómo sobresalir entre la multitud o cómo mantener una conversación ingeniosa son también prebendas a nuestro alcance con solo conectar con el portal adecuado. Aprender a perdonar es, como afrontar el retapizado de la cheslong, una tarea pesada que creemos que nos va a cambiar la vida. Probablemente, nos hará más tolerantes, más rubios y más sonrosados. Hasta puede que nos haga vestir de colores crema, ir a por el pan en bicicleta, tomar comida orgánica y azulearnos la mirada. Perdonar es cojonudo, la panacea, vivir sin rencor, taconear sobre la indignación y ponerse el orgullo por peineta. Es por ende un acto valiente, basado en la premisa de que el yo es el mandamás de su morada, con capacidad para decidir qué le afecta y qué no. Hasta cuándo le puede la ira y cuándo navega la balsa de aceite.

¿Debilita el perdón el peso de la afrenta? ¿Le resta acaso importancia? ¿La convierte en subsanable o incluso en legítima? ¿Cómo congraciar el daño con la sumisión? ¿Cómo asimilar que hacerle una funda a la cheslong con el orgullo nos hace más fuertes? ¿Cuál es el poder real del bricolaje sentimental de nuevo cuño y cuál su objetivo? Vivir sin perdón se antoja imposible, mas una sociedad dispuesta a toda docilidad es demasiado fácil de doblegar. La historia reciente de nuestro país, esa que evoca la televisión pública a través de la más laureada ficción nacional, enarbola la bandera del perdón patriótico como único bálsamo para cerrar heridas. Pero cuando el olvido haya ganado toda batalla a la historia, mejor será cambiar de sitio los muebles del salón. Hay una web que nos ayuda a saber qué estocadas no son mortales.

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