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Evitar la pobreza y el sufrimiento de la población debiera ser una obligación moral de nuestros gobernantes.

Nos hemos conmocionado esta pasada semana con la muerte de Rosa Pitarch, la anciana de 81 años que vivía sola en Reus. Según la autopsia, murió por asfixia en un incendio provocado por una vela con la que se alumbraba, tras dos meses sin suministro eléctrico por impago del mismo. La ola de indignación por esta muerte ha llegado hasta las instituciones públicas en un cruce de acusaciones de responsabilidad entre el Ayuntamiento de Reus y el Gobierno catalán, por una parte, y Gas Natural, la empresa responsable del suministro, por otra.

Independientemente de donde se sitúe la mayor cuota de responsabilidad, lo cierto es que este hecho ha reabierto el debate de la pobreza energética, y de paso, el de la situación de muchas personas mayores que llegan a la senectud en soledad. La combinación de ambas categorías, como ha demostrado este caso, es un cóctel propicio para la repetición de estos episodios tan dramáticos. Y lo peor, probablemente, esté todavía por venir, a menos que pongamos remedio.

Las proyecciones demográficas de la población española dibujan una sociedad cada vez más envejecida, lo cual plantea serias dudas sobre la sostenibilidad del sistema de pensiones. De hecho, las previsiones apuntan a que el Fondo de Reserva de la Seguridad Social o hucha de las pensiones, quedará agotado en el próximo año 2017. Y esto teniendo en cuenta que los pensionistas volverán a perder poder adquisitivo en 2016, ya que el IPC acabará el año subiendo un 0,9% y el incremento de las pensiones fue del 0,25%. Únase a esto, que los bajos salarios de nuestro mercado laboral generan, no solo trabajadores pobres hoy, sino también pensionistas todavía más pobres mañana, por su menor cotización al sistema de Seguridad Social. Y más solos. No lo olvidemos.

Como si de una distopía se tratase, lo que ahora son unos pocos casos, en un futuro, podrá ser muy común. Ancianos pobres por doquier, vulnerables a las arbitrariedades y falta de escrúpulos de las grandes compañías y a la torpeza de las burocracias administrativas.

Evitar la pobreza y el sufrimiento de la población debiera ser una obligación moral de nuestros gobernantes. En sus manos está la posibilidad de aplicar políticas que ayuden a paliar la pobreza de todos, de niños, de adultos y de personas mayores. Unos salarios que garanticen un mínimo vital digno, podrían sacar de la pobreza a muchos trabajadores y mejoraría la recaudación destinada a pagar las pensiones y las cuantías futuras de estas. Esto es, en definitiva, acabar con la llamada devaluación salarial. Por otra parte, una inversión en servicios sociales de calidad garantizaría una correcta atención a las situaciones de personas dependientes a la par que generaría nuevos puestos de trabajo.

El desigual e injusto reparto de la riqueza en el mundo es causa de situaciones de indignidad humana. Quizás no podamos evitar que haya ricos y que se aprovechen de su riqueza y los privilegios que esta les otorga para seguir acumulando más riqueza. Pero lo que sí podemos evitar es que nadie muera ni viva de forma indigna por ser pobre, por ser viejo o por ser de cualquier otra condición no favorecida. Para ello, hay que salir de la indolencia en la que parece que hemos caído.

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