Jóvenes, en bicicleta, paseando de noche. FOTO: CANDELA NÚÑEZ
Jóvenes, en bicicleta, paseando de noche. FOTO: CANDELA NÚÑEZ

Es difícil empezar a hablar de rutinas y normalidades cuando antes de que empezara todo esto la normalidad era ya insostenible para una parte importante de la población. Se habla mucho de "volver a la normalidad" como si ésta fuera válida para todo el mundo, como si no fuera una reproducción perfecta de las desigualdades sociales pre-existentes, como si todo el mundo antes viviera feliz y con sus necesidades cubiertas. Eso sí que es romantizar y me parece mucho más peligroso romantizar la normalidad que teníamos que la cuarentena donde, al fin y al cabo, a la gente no le ha quedado más remedio que reinventarse y buscarle el lado positivo a las cosas con tal de no perder la cabeza.

La normalidad estaba llena de contratos precarios para nuestros jóvenes, de turnos partidos y vidas dedicadas exclusivamente a trabajar, de padres y madres que no tenían tiempo para pasar con sus hijos. De mujeres que cuidaban solas e invisibles, de personas mayores en residencias infames, de una pobreza estructural que debería avergonzar a más de un gobernante. La normalidad era una representación perfecta del teatro de las desigualdades y del statu quo. ¿Quién quiere volver a la normalidad del capitalismo acelerado? 

Por supuesto, salir a la calle en libertad sin un sistema policial intentando hacer fuerte su presencia en nuestros barrios es algo que (casi) todas deseamos. También ver a nuestras amigas y amigos, a esa familia elegida sobre la que el Estado quiere legislar, también ocupar los bares, las librerías, los teatros y los cafés. También –en definitiva– dejarnos llevar por la improvisación, tocarnos y dejarnos tocar, no tener que huir de las desconocidas que nos saludan con una sonrisa en la cola del súper. 

Pero después de todo esto habrá cosas a las que no querremos renunciar. Volver a las jornadas de trabajo maratonianas de diez horas, con las extras sin pagar y con jornada partida, no va a ser algo que aceptemos fácilmente. Al menos, no sin resignación. No tener tiempo para cuidar de los nuestros y preocuparnos como ahora nos preocupamos, con tanto afecto y tanto tiempo invertido. Poder cocinar sano y nutritivo y no tener que comer cualquier basura precocinada del supermercado porque no nos dé tiempo por trabajo o estrés. Las calles vacías, sin coches, abiertas al caminar tranquilo por la calzada, a las bicicletas deambulantes, a los niños libres con patines.

Y hablando de patines, ¿se han fijado que ahora las aceras están libres de esos tediosos patinetes eléctricos de alquiler que, sin regulación, ocupaban molestamente las aceras? Y hablando de aceras, ¿han visto cómo ahora es mucho más fácil caminar sin las terrazas invasivas de los bares que con la complicidad de los ayuntamientos ocupaban (privatizaban) todo el espacio público? Y hablando de espacio público, ¿notaron que ahora el orden de prioridades ha cambiado y una persona puede cruzar pese a los semáforos en rojo y los pocos coches que circulan lo entienden y frenan porque ahora estamos poniendo el bienestar de las personas en el centro? Y así, podríamos hablar de muchas cosas que ahora valoramos más. La contaminación, nuestra relación con otras especies animales en el medio urbano, las cosas que de verdad necesitamos consumir y las que no... son algunas de ellas. 

De este confinamiento inacabado vendrá algo diferente, nuevo efectivamente, pero profundamente anormal. Sólo pueden reivindicar ese volver a la normalidad quienes nadan en suculentos privilegios. La normalidad  era terrorífica. El confinamiento también lo es pero ahora estamos pensando y repensando lo importante. Lo que es superfluo ya no nos importa tanto. La vida nunca ha dejado de valer pero ahora estamos dándole toda la importancia que merece.

Echen a volar la imaginación. Cojamos lo bueno y neguémonos a renunciar a ello. Peleemos por menos horas de trabajo, por más tiempo para los cuidados, por una sanidad verdaderamente protegida. No dejemos de soñar con calles vacías de coches, abiertas al tránsito sobre las 2 piernas, a las bicicletas inundándolo todo, a los niños y niñas jugando de nuevo en los adoquines. Por ahí, recuerden, está la playa.

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