La moral de la huerta

Creo que nunca entendí del todo bien el poder de las pequeñas cosas hasta que conocí a Cándido.

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Ilustración de 'Cándido', de Voltaire.
Ilustración de 'Cándido', de Voltaire.

Creo que nunca entendí del todo bien el poder de las pequeñas cosas hasta que conocí a Cándido. El protagonista cuasi autobiográfico de Voltaire me enseñó esa y muchas otras cosas. A pesar de que él habitó el siglo XVIII, se ha convertido en una suerte de referente atemporal. Cuando Voltaire lo creó pretendía bramar contra el desaforado optimismo leibniziano —inasequible al desaliento, como bien se sabe—, siempre presto a revestir cada rincón con su máxima feliz: “Todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles”. Y es que el bueno de Gottfried Wilhelm von Leibniz y su regia peluca de tirabuzones negros eran como los últimos fiesteros en abandonar el after: incombustibles en su jolgorio.

El filósofo alemán debía ser algo así como, parafraseando a la gran Phoebe Buffay, Papá Noel colgado de Prozac en Disneylandia. Todo alegría y optimismo. Lo cual es doblemente meritorio, teniendo en cuenta que hablamos de un germano. Cándido también era así. Al principio. Conforme pasan los años y avanza la vida, se va dando cuenta de lo que realmente importa y de la pequeña parcela que él puede tratar de mejorar: su jardín. “Il fait cultiver notre jardin” (hay que cultivar nuestro jardín) es una de las enseñanzas vitales de la última obra que escribió Voltaire. Tras leerlo, muchos sentimos la necesidad de retirarnos a plantar coliflores a un sembrado turolense. Porque ¿será eso la felicidad?

Para Voltaire, el optimismo era la manía de sustentar que todo está bien cuando está uno muy mal. Así lo dejó por escrito. Quizás porque ese era el pensamiento que le rondaba la cabeza en los últimos tiempos, terminó por establecer el cultivo de su jardín como directriz moral. Al menos que mi huerta funcione, intuyo que se dijo para sí. A Cándido cultivar el jardín no solo le permitía hacer florecer su entorno cercano, sino también promover el bien en su pequeño derredor. Es lo que podríamos llamar la moral de la huerta, que multiplica sus efectos benefactores porque nos lleva a preocuparnos por lo que nos rodea más íntimamente. No vivimos en el mejor de los mundos posibles pero podemos contribuir a que nuestro jardín siga dando sus frutos. Acciones pequeñas que acaban moviendo el mundo; al menos, nuestro pequeño mundo.

Y es que el planteamiento vital de la moral de la huerta tiene sentido: si procuramos hacer el bien a nuestro entorno cercano, eso redundará en un modesto pero gran beneficio, lo cual se multiplicará si cada vez somos más hortelanos cultivando con mimo nuestra pequeña parcela. El problema puede presentarse cuando ese beneficio no va más allá de nuestras propias alforjas. Imagínense por un momento a un Cándido que, en lugar de colaborar con su entorno cercano mediante su jardín, se negara a compartir sus alcachofas sobrantes o se dedicara a robar lechugas y tomates de todas las huertas vecinas.

Imagínense también que cuando se descubriera su reprobable comportamiento, él acusara a los voceros que lo habían pregonado y se amparara en el penoso subterfugio de que otros muchos vinieron que lo mismo hicieron. Imagínense además que a Cándido la huerta le viene grande y no se ha parado a pensar en ello antes de aceptar la gestión de la cosecha. Cuesta imaginarlo… o quizá no tanto. Lo importante es que Voltaire nos enseñó esas pequeñas grandes maravillas del jardín de Cándido. Y que hoy seguimos aprendiendo que la moral no es necesariamente el mejor abono para algunas huertas.

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