Adam Smith.
Adam Smith.

Cuando un partido dice que defiende la libertad, no aporta en realidad gran cosa. ¿Quién se opone explícitamente a ella? La cuestión no es propugnarla en abstracto sino en el marco de la realidad social concreta. Dejemos, pues, las elucubraciones teóricas y vayamos a lo tangible. ¿Libertad para quién? Para todos, responderá cualquiera con dos dedos de frente. El problema es que, en ocasiones, la libertad de unos significa la esclavitud de otros.

En los últimos tiempos, ciertos pensadores han propugnado que determinados valores se excluyen entre sí. La libertad, para ellos, se opondría a la igualdad. Se equivocan. La igualdad es la garantía de la libertad. De otra forma, los privilegiados por la fortuna impondrán una irrestricta tiranía.

La tradición liberal, rectamente entendida, está en el origen de la famosa triada de la Francia de 1789: “Libertad, igualdad, fraternidad”. Contra estos principios se han levantado dos escuelas revolucionarias de distinto signo. Una bebe en las fuentes marxistas y desprecia, por formal, la democracia parlamentaria. La otra, el neoliberalismo, que tiene en realidad poco de liberal, no en realidad una tendencia conservadora, como muchos incautos piensan, sino todo lo contrario. Implica un proyecto de ingeniería social dirigido a cambiar radicalmente las bases de la sociedad a través del libre mercado. Aunque se quiera reconocer, se trata, en realidad, de una especie de anarquismo para ricos. De esta forma, los fuertes poseen todo el dominio. Sus partidarios citan a Adam Smith como padre fundador, pero el gran filósofo ilustrado se hubiera escandalizado ante los desmanes de sus supuestos discípulos. Smith dijo en cierta ocasión que, cuando ciertos empresarios del mismo ramo se reunían, rara vez la conversación no degeneraba en una conspiración contra el bien público. Eso significa que el laissez-faire no es incompatible con la intervención del Estado.

Todo es cuestión de proporción. La libertad económica sin frenos, lo mismo que la planificación centralizada, solo llevan a la miseria y al caos. Hay que buscar la manera de combinarlas de una manera armónica.

El liberalismo, interpretado de una manera sana, significa la meritocracia. La elite social debe estar donde está por su talento, no por su derecho de nacimiento. Lo malo es que los datos perceptibles desmienten a cada paso tan hermoso ideal. La igualdad de oportunidades es solo teórica para el hijo del propietario de una multinacional y para el descendiente de un propietario de la construcción. El primero no solo irá a un colegio mejor por la educación impartida, también por el tipo de gente con el que se relacionará, de forma que las amistades que forje le abrirán puertas durante el resto de su vida en los negocios que emprenda.

Los liberales del siglo XVIII se opusieron al dominio de las viejas aristocracias. Insistieron, una y otra vez, en que no había derecho a que un noble, que podía ser un perfecto inútil, gozara del poder y de la riqueza solo porque un remoto antepasado suyo hubiera realizado una acción meritoria. En la actualidad, los viejos títulos nobiliarios han sido sustituidos por las elites del poder y el dinero, pero la base de su dominio es el mismo, el derecho de nacimiento.

Este derecho basado en la genética se expresa en un fenómeno fascinante, el de las dinastías plebeyas que acaparan el papel couché de las revistas del corazón. María Teresa Campos como periodista y Rocío Jurado como cantante aportaron algo a la sociedad. Se ganaron la fama. Sus respectivas hijas no tienen otra profesión que la de “socialité” y ahora son las nietas las que recogen el testigo. Ninguna ha demostrado una capacidad particular. Están ahí solo por su apellido, igual que los antiguos duques y marqueses. Entre tanto, en el mundo político y empresarial sucede lo mismo. No fue para esto que los viejos héroes del liberalismo hicieron la revolución en 1789. Sus herederos se han convertido en una caricatura reaccionaria de aquel impulso que sacudió los cimientos de la monarquía absoluta.

No deja de ser curioso que los mismos que defienden que los derechos de autor se extingan a los setenta, ochenta o cien años, no apliquen esta misma consideración a las grandes fortunas. ¿Por qué los derechos sobre un libro son de naturaleza distinta a la posesión de un palacio o una gran empresa? Si queremos libertad no deberíamos permitir la perpetuación de la desigualdad a través del derecho de herencia, tal como hacen obsoletas familias de testas coronadas.

Libertad… Sí, por supuesto, pero, insisto una vez más, para todos. Siempre desde el sano principio de que la de cada cual termina donde empieza la de otros. No puede ser que el zorro quiera ser libre a costa de las gallinas.

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Comentarios (1)

amancio Hace 2 años
Me ha gustado mucho tu columna. ¿Tengo forma de seguirte sin suscribirme a La voz del sur?
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