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La fuente clara y fresca no es propiedad de nadie, de nadie. Eso podría haberle dicho Rufina Úbeda a su hermana Beatriz antes de que la Guardia Civil se las llevara. Por no cederle el turno a la caprichosa señorita que quiso colarse. No pudo entender que las dos hermanas estaban aguardando allí su turno, de la manera más civilizada, para saciar su sed y poder lavar la ropa. No en vano, aquel pueblo, era casi suyo. Suyo, como se heredan los privilegios, en nombre de dinastías, nobleza y de poderosos acaudalados que hacen de España una nación grande y libre. Llena de siervos que rezaban con temor a la virgen en misa, muchas veces de obligada asistencia. En la creencia de que en la resignación, la humildad y en la paciencia se ganaban el cielo. Aquella fuente con agua de la sierra venía fría pero los ánimos estaban muy calientes. La segunda República había proclamado en las urnas sus intenciones. Pero en los cortijos y las ciudades sólo se hablaba de la propiedad privada, las reformas agrarias, de maestros con ideas peligrosas, derechos y la idea de proteger los privilegios que daba nacer en una casta superior, como figuraba en sus escudos heráldicos, por la gracia de Dios.

La distribución de la tierra, el accesos de los niños a la educación y una rebaja en el poder de manipulación de la iglesia, apostando por el laicismo, no era bien visto por quienes, en la pirámide del mal más absoluto, iban a verse afectados por los cambios democráticos. Dejar de ser analfabeto iba a ser una constante en esas nuevas políticas sociales, donde la mujer empezaría a tener, poco a poco,  mayor relevancia. La derecha se opuso con sus armas, las de siempre. Costumbres libertarias que iban a ser mal digeridas, según ellos, por quienes estaban habituados a las cadenas de la miseria.

Aquella mañana la fuente clara brillaba en Malagón, los ojos de las dos hermanas proyectaban una luz radiante, en nombre de la dignidad. La potentada, con su altanería, quiso retarlas y gozando, al pensar en la posterior reverencia, les ordenó que se apartaran. Ellas no cedieron. Levantaron la barbilla en un deseo de libertad. Fue lo último que hicieron. Fueron entregadas al cuartelillo de la Guardia Civil, donde los príncipes de la ignominia, con sus instrumentos de tortura y sus estómagos agradecidos, se emplearon a fondo. Tras ser encarceladas, fueron fusiladas en Ciudad Real. Las víctimas advirtieron a su madre que llevarían consigo un lazo rojo, por si algún día decidiera ir a  buscar sus restos mortales. Posteriormente también fue encarcelada en Málaga por un testimonio falso.

Todavía en España, en las plazas, hay monumentos a criminales y existen calles con el nombre de quienes dieron un golpe de estado para imponer un modelo de sociedad basado en la desigualdad. Arrasando con cualquier intento de mejoría para las clases más desfavorecidas. Existen ciudadanos que todavía viven y que sufrieron todo aquello. Tiene que compaginar que, en muchos casos, a su madre la violaran, la encarcelaran, torturan y asesinaran por ser progresista o por tener un mínimo acto de rebeldía ante la tiranía. Al bajar a la calle para comprar el pan, en sus pueblos, se encuentran con el nombre de un golpista, en una placa, para que un cartero encuentre una dirección. No se trata de destruir la historia, se trata de la dignidad.

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