Fotograma de 'Los hombres libres de Jones'.
Fotograma de 'Los hombres libres de Jones'.
Como otros muchos estudiosos, Maquiavelo tampoco pudo resistirse a la fascinación de la Historia de Roma. Tras salir de la cárcel y confinarse en una aldea de la campiña florentina, con suma atención ocupaba sus noches en leer a los clásicos de la política y de la filosofía. Analizó y recopiló información de la estructura de gobierno de la etapa republicana y argumentó los beneficios de un Estado fundamentado en el control popular y el consenso, un hecho que permitió madurar su propio pensamiento. El estudio de la civilización romana fue, pues, una pieza clave para el posterior desarrollo de su teoría política basada en un sutil pragmatismo. Curiosamente, los agitados tiempos en los que vivió Maquiavelo, donde se dieron grandes contrastes, violencia, conspiraciones y decadencia moral, fueron similares -salvando las distancias- a la época final del Imperio Romano donde el viejo orden hegemónico esclavista daba paso al feudalismo (aunque este proceso se inició mucho antes). La sociedad romana comenzó a degenerar tras la llegada imperial en sustitución a la República, la cual mutiló la idea del bien común como causa de la soberanía y máxima a la que aspirar. Esos valores quedaron relegados a un mero simbolismo que no tardó en ser sustituido por los intereses personales de las altas esferas militares que incrementaban su poder en detrimento del propio Estado. La sociedad se alejaba cada vez más de las virtudes clásicas y la vida urbana degeneraba. Todo ello era contrarrestado por una mayor expansión territorial apoyada sobre unas mayores cargas fiscales para las clases populares.

                                                                                   “Cuando las legiones pasaron los Alpes y el                                                                                mar, los hombres de guerra, obligados a                                                                                               permanecer durante muchas campañas en los países que sometían, perdieron poco a poco el                                                                              espíritu ciudadano”

                                                                                   Montesquieu, Consideraciones sobre las causas                                                                                  de la grandeza de los romanos y su decadencia (1734).

Inmortalizado a través de una gran estatua ecuestre ya en el siglo II, el mítico emperador Marco Aurelio, considerado como el último gran césar (ahora cuestionado por el debate historiográfico), era consciente de esta degradación moral de la población que, dejándose llevar por los excesos, se alejaba de las cuestiones espirituales como fuentes de armonía. Guiado por la pasión del saber y su estricta moralidad, prisionero estoico que sufría el peso del trono, el proyecto aureliano abarcó un amplio número de reformas con el afán de perfeccionar la administración romana desde la lealtad al Senado. Atormentado por la rudeza y crueldad de su tiempo, el monarca invirtió gran parte de su tiempo en la defensa de las fronteras imperiales, donde, refugiado en su soledad, daba rienda suelta a sus meditaciones nocturnas en su tienda de campaña. Y es que, a pesar de las limitaciones, sus pretensiones siempre fueron mucho más ambiciosas, y en el subconsciente del emperador se proyectaba la vieja idea de una sociedad republicana.

                                                                                   “No sueñes en ver establecida la República de                                                                         Platón, antes bien, conténtate con tal que                                                                                               progreses un poco, considerando que no es poco fruto este pequeño resultado”

                                                                                   Marco Aurelio, Meditaciones (180).

A pesar de la buena fe del emperador, el destino de Europa sería bien distinto al originario sueño estoico y, tan solo varios siglos después, el mapa del continente presentaba un mosaico de Estados enfrentados sin un devenir claro, donde las viejas aspiraciones imperiales coexistieron con nuevas circunscripciones políticas. La misma península itálica, que había sido sede de un poder unificado, ahora era una tierra en constantes disputas entre diferentes regímenes políticos. La “Revolución del año 1000”, que trajo consigo transformaciones agrícolas y comerciales, sumada a la ausencia de un poder centralizador, permitió la proliferación y posterior independencia de las ciudades del norte, lo que derivó en una red de pequeños Estados independientes que se extendían en torno a la cuenca del río Po. Estas jóvenes repúblicas, que serían gobernadas por una enérgica clase de comerciantes y burgueses, recuperaron la vieja y prestigiosa concepción romana de la urbe y conquistaron poco a poco competencias que les permitían ejercer sobre sí un autogobierno, rompiendo el marco definido por el poder nobiliario y su sistema feudo-vasallático a medida que se producía una nueva división del trabajo. Estas ciudades bajo gobiernos consulares de pequeñas cámaras favorecieron la mecanismos de participación ciudadana retomando algunas de las formas democráticas, aún primitivas. Todo ello fomentó la creación de un nuevo cuerpo de funcionariado (Podestá) e incluso milicias urbanas (a las que Maquiavelo dedicó una parte de sus escritos políticos). Poco a poco estos Estados se conformaban más estables y la nueva visión que alentaban suponían un peligro para el discurso imperial que se mantenía en otras zonas de Europa por lo que en más de una ocasión, las hostilidades caracterizaron la política exterior de estos regímenes. La propaganda jugó un papel determinante para el asentamiento de este nuevo modelo que debía difundir sus valores para conseguir el apoyo y adhesión de las diversas capas populares. La vida intelectual, que había permanecido confinada en las cortes y monasterios, volvía a la vida del burgo, y esto se materializó en el nacimiento de las primeras universidades europeas. Los nuevos eruditos manifestaban su interés en el estudio de los clásicos y obras de otras regiones del mundo. Poco a poco, la cosmovisión medieval se alejaba del determinismo puramente escolástico. Este apego a las nuevas ideas de renovación bajo la resurrección del mundo clásico fue manifestado por los postulados de muchos intelectuales, arquitectos de los puentes hacia la nueva etapa histórica. Otra vez la vieja República, lejos de haber desaparecido, se preparaba para ampliar sus fronteras y se disponía a abrir las puertas del Renacimiento. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en la República de Siena, donde la administración del Gobierno de los Nueve construyó un discurso político-religioso donde se hacía un llamamiento a la defensa del commune como lógica del poder político. Este espíritu se vio magistralmente plasmado en el mural de Ambrogio Lorenzetti La Alegoría del Buen y el Mal Gobierno; un panegírico donde, a través de las escenas cotidianas de la ciudad y su medio natural, se abandera la idea de un discurso cívico basado en la justicia y la participación democrática. Una composición rica en símbolos y mensajes que nos permite estudiar al detalle la vida de las clases populares a través de sus actividades en sus diversos ciclos, sin olvidar la intencionalidad del autor: la seguridad e integridad del pueblo sienés que prospera bajo los efectos del “gobierno justo”. Los conceptos del triunfo del bien común y las virtudes cicerianas, las cuales coronaban la obra, veían nuevamente la luz gracias a estos intelectuales prehumanistas. El campo formaba, pues, un nuevo pilar fundamental del nuevo poder político: la construcción del paisaje desde el propio poder popular como reflejo del mismo. Sus diversas manifestaciones abarcaban un amplio compendio desde el ya mencionado Lorenzetti hasta Petrarca y Le Senili. Las nuevas ideas propugnadas hicieron que se constituyera, desde la propia política, un centro de intervención desde el que se diseñaba la ordenación del medio ambiente a través de una serie de actividades y competencias específicas como posibilidad creadora de las personas. La naturaleza pasaba a convertirse en una fuente de riqueza y patrimonio que, sumado a las artes y la educación, suponían la riqueza de Siena. Esta nueva perspectiva de la ciudad planteaba su función con su entorno y entendía la importancia de este a la hora de garantizar un futuro. El paulatino desarrollo embrionario del capitalismo y la extensión de su lógica mercantilista en los siguientes siglos marcaría el rumbo Europa, creando sus propias concepciones del mundo y sus relaciones con el entorno, que mucho distan de aquel ideario medio ambiental. Frente a esas relaciones de dominación -para el beneficio de las élites- donde solo hay cabida para la destrucción del paisaje y la aniquilación de la flora y la fauna, existen actitudes de simbiosis entre la realidad urbana y nuestro entorno natural basadas en la progresiva integración y el equilibrio. A más de un candidato a la alcaldía de Jerez le haría falta un paseo por la sierra de San Cristóbal y sus alrededores que, además de hacer disfrutar de las vistas, aleja del opio -y ruido- de abril hasta llegar a oxigenar la cabeza y quizás en algún momento de lucidez se acerque al raciocinio que mucho dista de la diplomacia del ladrillo (aunque quizás eso sea mucho pedir). Me consta que estas ideas no vagan en solitario y que otras voces sin miedo están acostumbradas -que no cansadas- a patear y reivindicar la importancia de nuestro medio. El programa de la izquierda debe prestar especial atención al medio ambiente y desde nuestro discurso de clase, debemos divulgar a la mayoría social de Jerez la necesidad de establecer una nueva relación con nuestro entorno en una posición de iguales que rompa con ese pasado de agresión y construya un nuevo paisaje como parte de una república armoniosa y sensible con nuestro planeta. Recuperar del abandono el río Guadalete, las antiguas canteras, los viñedos y nuestra sierra no solo beneficia a Jerez y El Puerto de Santa María, sino a nuestro propio devenir. Aunque a algunos les duela, no harán falta legiones de soldados para conquistar Sidueña: tan solo nos hace falta estudiar a quienes ya planteaban estas cuestiones para construir un buen gobierno. Solo de pensarlo Marco Aurelio sonreiría; Maquiavelo también.

                                                                                   “Cuando llega la noche, regreso a casa y entro                                                                          en mi escritorio, y en el umbral me quito la ropa cotidiana, llena de fango y de mugre, me visto                                                                      paños reales y curiales, y apropiadamente revestido entro en las antiguas cortes de los                                                                                        antiguos hombres donde, recibido por ellos                                                                                       amorosamente, me nutro de ese alimento que sólo es el mío, y que yo nací para él: donde no                                                                              me avergüenzo de hablar con ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y                                                                                               ellos por su humanidad me responden; y no siento por cuatro horas de tiempo molestia                                                                                            alguna, olvido todo afán, no temo a la pobreza, no me asusta la muerte: todo me transfiero a                                                                                    ellos”.

Maquiavelo, Carta a Francisco Vettori (1513).

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