Para el filósofo francés Jacques Rancière, la discriminación se sostiene porque el orden dominante proclama: “Esto no es un problema político”. Recordar a José María Romero Martínez es, justamente, desmentir esa afirmación. Poeta, médico y republicano, su vida fue un testimonio de que la cultura, la ciencia y la solidaridad son profundamente políticas, aunque los poderes políticos haya intentado e intenten relegarlo al silencio.
A comienzos del siglo XX, Sevilla despertaba entre cafés, ateneos y redacciones improvisadas, donde se hablaba de poesía, ciencia, política y de cómo insuflar vida a la ciudad. En ese fervor intelectual brillaba un nombre: José María Romero Martínez, un hombre que creía que la cultura podía transformar la vida.
En 1913, una revista local lo presentó con entusiasmo, señalando que comenzaba su carrera poética “por donde otros ya terminan”. No era exageración: sus versos combinaban delicadeza y musicalidad, pero también buscaban comprender el mundo, hacer de la poesía un instrumento de conocimiento y conciencia.
Un poeta en busca de luz
Sus primeros libros, Romances de primavera y La campiña de oro, respiraban naturaleza, emoción y una serenidad que evocaba a Bécquer y al modernismo andaluz. Pero había algo más íntimo y reflexivo en sus palabras, un diálogo silencioso con la vida misma. Con los años, su poesía se volvió más libre, más visual, receptiva a las corrientes que llegaban de Europa, sin perder nunca su equilibrio entre emoción y pensamiento.
Participó en revistas como Grecia y Gran Guignol, junto a jóvenes poetas que luego formarían parte de la vanguardia. Sus versos no buscaban escándalo ni ruptura por la ruptura; buscaban belleza, conciencia y humanidad. Fue un puente entre el modernismo y la sensibilidad que cristalizaría en la Generación del 27.
El médico de los desamparados
Pero Romero no vivía solo para la poesía. Su vocación como médico lo llevaba a servir: trabajó en el Hospital Provincial, fue subdirector del Manicomio de Sevilla y profesor universitario. En Triana, su barrio, atendía gratuitamente a quienes no podían pagar, muchas veces comprando él mismo las medicinas.
Creía en la ciencia, la educación y la justicia social como pilares inseparables de una vida digna. Participó en campañas contra el cáncer, impartió charlas de higiene y salud pública y defendió una medicina accesible para todos. Curar cuerpos y educar conciencias eran para él dos caras de un mismo compromiso ético.
El corazón del Ateneo
El Ateneo de Sevilla fue su hogar intelectual. Allí organizaba actos, presentaba jóvenes poetas y conectaba generaciones. En diciembre de 1927, como responsable de su sección de literatura, fue el
verdadero organizador del homenaje a Luis de Góngora, junto a Manuel Blasco Garzón, otra figura preclara y poco reconocida de la cultura andaluza.
Ese acto reunió a poetas que hoy son leyenda: Lorca, Alberti, Guillén, Dámaso Alonso… Fue el instante simbólico en que nació la Generación del 27, y, sin embargo, el nombre de Romero Martínez quedó en segundo plano, marginado por la historia.
Una vida y obra truncada
Su independencia intelectual y compromiso con la República lo señalaron en 1936. Detenido tras el golpe militar, fue fusilado en Sevilla el 19 de septiembre, a los 65 años. Con él se quiso borrar algo más que un hombre: se intentó borrar una manera de entender la cultura, la ciencia y la política como herramientas de progreso.
Rancière nos recuerda que hacer visible lo invisible es un acto político. Recordar a José María Romero Martínez es justamente eso: devolverle la luz a quien dedicó su vida a iluminar a los demás. Su historia es un recordatorio de que la cultura y la solidaridad nunca son neutrales; siempre son, inevitablemente, un acto de resistencia y de esperanza.
