El Cristo de la Expiración, el Viernes Santo de 2019.
El Cristo de la Expiración, el Viernes Santo de 2019. MANU GARCÍA

No sé si alguna vez os habrá pasado alguna situación parecida a esta. Dedicas varios años de tu vida a predicar un mensaje de paz y amor, por ejemplo, tres años. De los cuales, te pasas los últimos 40 días en el desierto para enfrentarte a tus propios diablos. Y ya a lo último, tienes pensado entrar triunfalmente en tu ciudad con la idea de sacrificarte a lo largo de la semana para expiar los pecados de toda la humanidad. Sin embargo, en lugar de la entrada triunfal con palmos que esperabas, los únicos que te reciben son dos policías en coche que te multan con 600 euros por saltarte el confinamiento sin causa justificada.

El año pasado, por causas ajenas a él, se rompió por primera vez en muchos años el ciclo de dolor, pasión y sufrimiento que Jesucristo repetía todos los años. Renacía en diciembre, envejecía en tiempo récord y se sacrificaba por los pecados de la humanidad entre marzo y abril. Hay quien quería seguir adelante fuera como fuera, grabándose en vídeo con la consigna “cofrades a la calle”, o quien decía que solo iba a cancelar la Semana Santa si se lo pedía la OMS. Pero al final, dos no pelean si uno no quiere, y no puede haber Semana Santa si todos los romanos están encerrados en casa.

¿Qué hacer ahora? Se preguntaría Jesucristo al darse cuenta de que como poco acababa de ganar otro año más de vida. No pasaron apenas un par de días desde que se sabía que en 2020 no iba a haber Semana Santa y ya circulaba por WhatsApp un vídeo de Jesucristo bailando tras enterarse de que no iba a ser crucificado. Al fin y al cabo, la vida en sí misma es un regalo. Cada día que le ganamos a la muerte es otro día que podemos bailar, reír, cantar, beber, jugar, ir a la playa, sentir el viento en tu cara mientras conduces en un día de cielo azul, ver la puesta de sol… ¿Por qué no tomarse el tiempo que sea como sabático?

¿No se lo merece acaso? Todos los años sufriendo y siendo crucificado para salvarnos de nuestros pecados. Por una vez, puede pensar en sí mismo. Y si son dos años en lugar de uno mejor. Cualquier otra persona estaría frustrada si después de 2.000 años siempre te quedas a las puertas de los 34, ahora puede pensar tranquilamente en como quiere celebrar su 35 cumpleaños. El mundo seguirá sin actos multitudinarios otro año más, así que puede relajarse y dedicarse a la vida contemplativa.

No le hace falta nada, tiene todo lo que necesita. Una buena red de carreteras, una borriquita acostumbrada a pasar calor, la capacidad para multiplicar panes y peces… Se compró unas gafas de sol a la salida de Jerusalén y ahora disfruta del mar, el viento, el sol y la música en el faro de Trafalgar. No le corre prisa sacrificarse por nuestros pecados, ya lo ha hecho antes unas cuantas veces. El día que lo tenga que volver a afrontar, lo hará como algo a lo que ya está acostumbrado, pero más tranquilo.

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