Un hombre sentado en un banco. FOTO: Pixabay
Un hombre sentado en un banco. FOTO: Pixabay

Desde hace algún tiempo los hombres tenemos la machista costumbre de relativizarlo todo. Relativizar significa conceder a algo un valor o importancia menor, y puede hacerse directamente o mediante el cuestionamiento de principios y afirmaciones que a la vista de los datos resultan irrefutables.

Este relativismo ignorante y maniqueo, que utiliza realidades que desconoce pero que son útiles a su fin, colabora de una manera pertinaz en la normalización y aceptación de injusticas y desequilibrios entre las personas. Por ejemplo, los hombres qué con nuestra continua relativización de las desigualdades que sufren las mujeres, perpetuamos una sociedad injusta, y la violencia de género.

Decir, que los maltratadores tienen cosas buenas, y que las mujeres maltratadas dieron algún motivo, además de una ruin justificación, contribuye a la confusión e iguala el bien y el mal, con el peligro que conlleva, ocultando de nuevo la violencia sobre las mujeres.

La mayor parte de la violencia de género casi siempre es invisible, la padecen las mujeres día tras día, y los hombres no queremos enterarnos, ni prestarle atención. Es más, relativizamos sus quejas, las desesperadas peticiones de ayuda, e incluso nos permitimos la infamia de ridiculizarlas, llamándolas feminazis, o afirmando sin que se nos caiga la cara de vergüenza, que somos nosotros los amenazados. Solo parece que nos acordamos, y eso es muy de hombres, cuando hay que mostrar públicamente el rechazo, en esos mentirosos e hipócritas minutos de silencio que suceden a cada asesinato machista.

Pero la vida sigue, no pasamos de ahí, y a los cinco minutos estamos de cañas con los amigos, y nos quedamos embobados mirando a una chica que pasa a nuestro lado, y a quien podríamos doblar o triplicar la edad, y en tono jocoso comentar, que buena está. Ni pensamos, ni aceptamos que esos asesinatos no son más que la consecuencia, la punta de un iceberg de violencias cotidianas que con nuestro comportamiento generamos. No queremos compartir una realidad que nos delata como cómplices culpables de todos los asesinatos.

La serie británica El incendio del director David Tennant, que en la plataforma donde se emite es definida como un drama psicológico que explora las causas y las consecuencias de una tragedia, el incendio de una vivienda familiar y la muerte del matrimonio y las tres hijas menores, no nos habla, no creo que fuera esa la intención del director, ni he leído crítica alguna que refleje esa realidad, de la violencia de género, y sí el espectador o la espectadora no tiene la perspectiva necesaria para no relativizar y normalizar la barbarie, pasaría por una serie de intriga y suspense sin más, como así está sucediendo.

Sin embargo, si la observamos con una mirada imparcial, veremos la perfecta definición visual de esa violencia machista, psicológica, silenciosa, diaria y cotidiana, qué sin necesidad de producir daños físicos aparentes ni llamar la atención, va dominando, humillando y destruyendo a su víctima, teniendo como final el asesinato, en una muestra más de ese modelo de hombre superior que no concibe ni acepta otra realidad que aquella que es dócil a sus deseos. Este es uno de los importantes mensajes de la serie, y unos de los principales problemas que tenemos los hombres, nuestra incoherencia, falta de honradez, y distanciamiento de la realidad.

La hermosa y comprometida canción de Rozalén, La Puerta Violeta, dice que hay un monstruo gris en la cocina que lo rompe todo y que no para de gritar. Quizás los hombres debamos escucharla y preguntarnos, de una vez por todas, quien es ese monstruo, y que tenemos que hacer para combatirlo.

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