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Sin duda hay un cierto erotismo de la inocencia que hace que consideremos a los inocentes como gente virgen, joven, inmaculada, intacta…

Dijo Sartre que las cosas pierden su inocencia cuando se las nombra, dejan de ser lo que realmente son para convertirse, en adelante, en lo que nosotros las llamamos. Este razonamiento, que parte de la idea de que la inocencia es el estado natural de las cosas que aún no tienen nombre, vale para la inocencia misma. En cuanto nombramos a los inocentes, dejan de serlo automáticamente y se convierten en otra cosa, en sus sinónimos.

Así, los inocentes son gente tal vez demasiado crédula, simple y boba hasta el punto de ser papanatas, que pican ante cualquier reclamo y opinan sobre cualquier noticia falsa. O quizás hablamos de gente inofensiva, niños, animales o locos con ese punto de sinceridad y de candidez que da la falta de cordura o de experiencia más que el exceso de bondad, pues sabemos que toda inocencia ineluctablemente se corrompe con el estudio y con el paso del tiempo. O, en fin, puede que, cuando decimos inocentes, nos estemos refiriendo simplemente a gente alegre, feliz de tan ingenua, personas inocuas, independientes, seguramente irresponsables.

Sin duda hay un cierto erotismo de la inocencia que hace que consideremos a los inocentes como gente virgen, joven, inmaculada, intacta… y claro que hay también una cierta brutalidad en los inocentes. Su fuerza es temible; es por esto seguramente que, en todas las épocas, se ha perseguido al inocente mientras que se ha dejado en paz al criminal.

Para mí, el inocente es aquella persona que abre la puerta de su hogar y se sienta feliz a esperar la llegada del visitante: el hijo pródigo, el padre que nunca estuvo, el pariente desahuciado, el demandante de asilo o aquella muchacha que se quedó embarazada no se sabe cómo ni de quién…

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