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Esta inapetencia biológicamente contraproducente es, por lo visto, bastante frecuente. No obstante, me sigo resistiendo a pensar que una buena mesa o un mejor lecho puedan pasarse por alto.

Qué razón tenían los romanos cuando adoraban a Baco llenando el gaznate y dando rienda suelta al frenesí carnal. ¿Puede haber mezcla más deliciosa? Seguramente Remedios la bella, el personaje que Gabriel García Márquez perfila en Cien años de soledad, no estaría muy de acuerdo. Ella podría servirnos para ilustrar un curioso fenómeno. El escritor colombiano la hizo brotar en sus páginas como una mujer incapaz de sentir atracción por nadie. Sería tan solo una de las muestras literarias, pero no por ello menos representativa. Ese rasgo y su apabullante hermosura servían para definirla bien. Era bella y no por ello pasional. Remedios es como ese uno por ciento de la población mundial que se declara asexual. Así que según los estudios —que todo lo saben y todo lo recuentan— uno de cada cien individuos en el mundo no tiene apetito sexual ni nunca lo ha tenido. No es que se encuentren en un momento bajo o que la libido se haya ido por un tiempo a tomar tila, sino que nunca llegó a despertarse del todo, nunca llegó a estar viva.

Supongo que es algo parecido a la comida. Los que gozamos como locos con los platos suculentos —cuanto más insólitos y exóticos mejor— no podemos comprender a aquellos comensales que se niegan a probarlos y mantienen en su dieta apenas un puñado de alimentos más o menos insípidos. La variedad en la vianda y el deleite extremo en degustar hasta la última migaja hace que con solo imaginar el festín, la mente se dispare. Algo similar ocurre con la cama. Saborear sus placeres se antoja sugerente, irrenunciable, cuasi místico para algunos, imprescindible para muchos. Pero por lo visto, los hay también sin ganas de comer en ningún momento y no se trata de encontrar o no al comensal adecuado para acompañar el menú. Es cuestión de inapetencia permanente e innata.

No acaban aquí los vínculos entre la mesa y la alcoba. Hace años, científicos de la Universidad de College en Londres descubrieron accidentalmente un conjunto de neuronas que ayudan a los gusanos a aprender cuándo priorizar el apareamiento ante la comida. De este modo fue posible saber que un cerebro aparentemente simple puede tener sectores especializados para el sexo. Imagínese, querido lector, lo que puede ocurrir con el nuestro, al que además le viene muy bien la actividad amatoria. Mantener relaciones sexuales reduce el nivel de estrés y promueve la neurogénesis, esto es, la generación de nuevas células cerebrales. Así que ¿somos más listos si lo hacemos más veces? Pues a ver quién es el adolescente promiscuo que se atreve a explicárselo a sus padres si le sorprenden en plena faena hincando otro miembro en lugar de los codos. ¿Y los inapetentes? ¿Qué pasa con ellos? También en el reino animal se dan casos de asexualidad. Esta inapetencia biológicamente contraproducente es, por lo visto, bastante frecuente. No obstante, me sigo resistiendo a pensar que una buena mesa o un mejor lecho puedan pasarse por alto. Un día me sorprendí al saber que el famoso cuadro El grito del expresionista Edvard Munch —que yo creía único— pertenecía en realidad a una serie de cuatro pinturas muy similares que el artista noruego firmó. Algo así me sucedió cuando constaté, vía estadística, la cantidad de inapetentes que pueblan la Tierra. En mi mente, sus caras se asemejan siempre a las de la pálida figura andrógina que se desgañita en los lienzos de Munch. Ese es el rostro de la inapetencia.

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