Ideología y partidología

oscar_carrera-2

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Detrás de la sutilidad ideológica a veces se esconde un bebé.
Detrás de la sutilidad ideológica a veces se esconde un bebé.

Para algunos todo se divide entre izquierda y derecha, hasta la geografía. Tengo amigos que considero bastante a la izquierda del espectro político y otros que considero bastante a su derecha. También tengo ídolos en ambos bandos, y sobre todo fuera de ellos, pues no olvidemos que para personajes de épocas anteriores o culturas paralelas (que son mayoría) nuestras clasificaciones resultan bastante falibles. Con ellos nos pasa que podemos etiquetarlos y re-etiquetarlos hasta la náusea, aunque el sujeto de nuestro escrutinio no haya cambiado un solo momento: que si Confucio, por ejemplo, fue un autoritario feudalista, que si fue un humanista que exaltaba al hombre, que si lo suprimía, que si lo ignoraba… ¡Pobre Confucio!

Algo parecido sucede con cada uno de nosotros. En realidad no somos tan de derechas o de izquierdas como nos gustaría pensar. Todos tenemos ramalazos que no terminan de encajar con lo que la ideología obliga: a lo largo del día todos somos conformistas, revolucionarios, tolerantes, xenófobos, campechanos y elitistas, en una cadencia de pequeños yos que no hace justicia a nuestras ínfulas de coherencia. De hecho, al conversar con gente de las más diversas ideologías uno recibe la recurrente impresión de que los valores y objetivos, tanto los más obvios y “finales” como los más chapuceros y cortoplacistas, no se distinguen tanto entre sí como parecen hacerlo las diferentes corrientes políticas que los enmarcan.

Quizás se debe a que una ideología política supone apropiarse de unos principios o valores abstractos que casi todos compartimos, pero que en sí no bastan para producir algún cambio real. Hay un conjunto de ideas, fines y valores abstractos, y sólo en segundo lugar, una ideología que los incorpora en un análisis concreto, detallado y aplicado a las condiciones de una sociedad. Al incorporar los valores, la ideología los vuelve prácticos, les facilita una salida y un campo de operaciones, pero al mismo tiempo los constriñe y los fuerza a encajar en una lógica ajena a su simplicidad originaria, una lógica determinada por escuelas, por tradiciones, por cosmovisiones de una época, por escenarios regionales, por condicionamientos sociales y traumas de la infancia.

Existe un tercer “descenso”: nuestros valores, ya encarnados en una ideología concreta, aterrizan en el programa de un partido político determinado, lo que les suma un apabullante barniz de costras y cicatrices: dicho partido tiene una reputación, un estatus social, un capital humano, una historia y un santoral muy concretos que restringen todavía más nuestra elección. Aunque en un principio los colores de nuestra utopía evocaran los de la utopía de nuestro contrincante, nuestras lealtades, primero ideológicas y finalmente partidistas, nos impiden elegir la misma papeleta que él. Un híbrido de ideología y partidología, que marca decisivamente nuestra elección, son las causas controvertidas, particulares y periféricas al programa político general, del estilo del aborto sí/no, los toros, los regionalismos, el tratamiento de este o aquel colectivo… Los partidos  políticos se aferran a ellas como clavos ardiendo porque les confieren una personalidad distintiva frente a los demás, tomándolas o soltándolas, con singular desparpajo, en función de los bancos de votos en los que se traducen.

Creo que la mayoría de la gente vota motivada por una combinación, en diferentes proporciones, de consideraciones ideológicas y consideraciones partidistas. Pero hemos de reconocer que las segundas priman en una parte de la población: votar a nuestro equipo de confianza por tradición personal, familiar, de clase, o por intereses personales inmiscuidos. Por la lógica del partido, más que por la de las ideas. Es en este nivel donde se gestan los vínculos y afinidades más viscerales, las riñas y amoríos de la política real. No es para asombrarse, ya que quienes por el contrario retienen sus ideales se sumen fácilmente en la perplejidad, pues no les cuesta descubrir el abismo que media entre la teoría y las actuaciones (o prioridades) de aquellos que deberían implementarla.

El resto del voto es mayoritariamente ideológico. No se basa tanto en los actores políticos como en un esqueleto teórico más o menos delimitado que camina en busca de un cuerpo. Los huesos son la ideología, el alma los valores que la insuflan, y la carne los representantes políticos que son el rostro corruptible que conocemos. Nuestras lealtades coyunturales pueden cambiar en función de los candidatos a realizar nuestro corpus de ideas, siendo el número de decepciones inversamente proporcional a lo que se confíe en los ellos.

Pero quienes tienen una sensibilidad política clara y definida reconocen que lo prioritario no son las ideologías o los partidos, sino los valores. Si una ideología o un partido funcionan a la perfección, pero reman en contra de nuestros valores fundamentales, ¿de qué nos sirven? El mayor problema de las ideologías es que cada una afirma precisamente que sólo ella tiene sentido y utilidad, y que las demás andan plagadas de errores. La nuestra siempre goza de una coherencia suprema que nos conduce a preguntarnos por qué los otros no se dan cuenta de que las suyas son, en comparación, una verdadera birria. Por supuesto, esta coherencia ideal no se traduce necesariamente a sus efectos prácticos, donde siempre parecen mediar más factores de los previstos por la teoría, pero suele bastar para embrujar a la mente y ofrecerle un curso lógico por el que discurrir.

Las ideologías son los cauces del pensamiento. Garantizan que su flujo, partiendo de un punto cualquiera, desembocará en el embalse previsto.  Remontar la corriente hasta su fuente parece difícil, pero aún más lo es saltar de un cauce a otro, para, en cuanto introducimos los pies en él, vernos de nuevo atrapados por los rápidos de otro río igualmente bravo y feroz.  Hay que preguntarse, si lo más importante son los valores fundamentales, la fuente de la que manan las teorías, por qué no es más frecuente una postura política orientada a los valores y no tanto a los polvorientos recodos de una ideología o la ceguera del partidismo acérrimo. A día de hoy, uno, por más que lo intenta, no consigue identificarse plenamente con ninguna de las ideologías que conoce, y sí con valores abstractos (libertad, igualdad, fraternidad…) que no justifican, en sí y desde sí, una gran teoría política, económica y social. Quizá porque encapsular esos valores en un comprimido ideológico significa violentarlos, o tal vez porque carezco de la suficiente agudeza como para ver el mundo desde un sesgo tan severamente definido, tan quirúrgico. Sigo pensando que la capacidad aglutinadora de los valores es mucho mayor que la de los grandes discursos, los cuales a cada paso que dan (y éstos son tan arbitrarios como interminables) siembran semillas de incertidumbre, y que con sus estrategias “oficiales” y mastodónticas contribuyen a frenar la espontaneidad y flexibilidad que acaso salvarían su reputación.

Mis valores los tengo más claros. Sin embargo, chocan frontalmente con cierta constante que localizo en todas las gamas de la paleta política (y no menos en el discurso de los que se jactan de apolíticos), que es el resentimiento. Se me hace difícil tragarme un discurso electoral o un mitin cuando me percato de que consiste en una sucesión de cabreos. Siempre inculpando infantilmente al contrincante, siempre sacando a colación algún “ellos” frente al que situar a un complaciente “nosotros”, siempre echando mano de una oposición, un enemigo imaginado (¿y cuál no lo es?) ante el que definirse. Todo ello, claro está, entreverado con las emociones más sublimes, pero polucionándolas en la mezcla.

Si pudiera dar alguna orientación ideológica, sería huir del resentimiento, de cualquier resentimiento. De todos los caminos que a lo largo de la vida se nos abran bajo los pies, escoger siempre aquel en el que nos abramos más y nos cerremos menos. Cualquiera que sea la opción elegida, la habremos elegido correctamente. Los grandes gobernantes, movidos por la compasión, gobernaron para todos porque sabían que era lo único capaz de garantizar un cambio duradero, además de la única actitud compatible con la ecuanimidad y el sosiego del raciocinio.

Para conseguir los votos de unos cuantos, los políticos inventan o acotan esas alteridades que más tarde o más temprano cobrarán cuerpo y les arrebatarán el puesto. La gente, cegada por su retórica, no se percata de que la alternancia revanchista de partidos no tiene ningún sentido histórico a largo plazo. Para nublarnos la vista ya deberíamos tener suficiente con nuestras tribulaciones del día a día. Desgraciadamente, los candidatos no cesan de repetirnos que lo que está en juego es todo lo que apreciamos y deseamos, para que reaccionemos como si se tratara de otra rencilla personal y no de un ejercicio del espíritu que nos dignifica como especie.

Archivado en:

Si has llegado hasta aquí y te gusta nuestro trabajo, apoya lavozdelsur.es, periodismo libre, independiente y en andaluz.

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Lo más leído