Horror vacui

Como no son capaces de tomar medidas que mejoren de verdad la vida de las personas, se dedican a cambiar de nombre a los puentes o a poner estatuas

La Inmaculada, debajo de una sábana en un almacén municipal.
12 de agosto de 2025 a las 10:58h

El poder tiende a ocuparlo todo. No soporta los espacios vacíos. De ahí que las ciudades estén llenas de objetos, de símbolos, de monumentos y de nombres. Los que quieren controlarnos saben que el espacio vacío es subversivo en sí mismo. En una plaza vacía puede ocurrir cualquier cosa. A lo mejor la gente quiere reunirse allí, llevar a cabo acciones que escapen al control del poder y revelar las contradicciones del sistema. Por eso, hay que llenar esos espacios con símbolos, con obstáculos, con nombres, con ideología. 

​La gente ve una plaza vacía y pide sombra, una fuente para refrescarse, unos juegos infantiles, un bar, unos jardines… Los monumentos religiosos y políticos no son una prioridad. Lo mismo ocurre con los nombres de esos espacios. El poder se obsesiona con dar significado ideológico a todo lo que nos rodea, ya sean puentes, plazas, calles o estadios. Para el poder, un nombre que haga referencia a las cualidades naturales del espacio es un desperdicio estratégico. Los nombres Calle de la fuente o Puente viejo son como una caja vacía, una posibilidad perdida. Así funciona la racionalidad política de la democracia representativa. Todo lo que existe es un medio para alcanzar el poder.

​Ese horror al vacío simbólico conduce a la precipitación. Surgen los desacuerdos ideológicos. Incluso se incumple la normativa vigente. Entonces los ciudadanos se topan con polémicas inesperadas. No es de extrañar que todo parezca un circo para desviar la atención. O mejor dicho, esas polémicas artificiales revelan el fracaso del poder. Como no son capaces de tomar medidas que mejoren de verdad la vida de las personas, se dedican a cambiar de nombre a los puentes o a poner estatuas. Así parece que han hecho algo, que han ganado terreno al enemigo, porque la política consiste solo en una batalla electoral permanente.

​Estas obsesiones simbólicas reflejan a qué distancia están los gobernantes (y los que desean serlo) de los problemas reales de la sociedad. Utilizan los espacios vacíos para sostenerse a sí mismos, no para satisfacer las necesidades de la ciudadanía. Quedan en segundo plano los valores éticos, estéticos y culturales. Tampoco lo político, definido como gestión de lo común, es tenido en cuenta. 

​Lo más sensato es el amor al vacío simbólíco. Al liberar el espacio, creamos situaciones propicias para que la ciudadanía decida libremente cómo disfrutar de las zonas comunes, sin la tutela de nadie, ni del gobierno ni de la oposición. El espacio urbano liberado puede llegar a convertirse en un lugar de creación cultural, donde brote lo imprevisto.