Heathcliff, Jude y Robbie: tres personajes que desmontan la mentira de leer rápido

Vivimos en una época en la que todo se consume con la misma urgencia con la que se desliza un dedo sobre la pantalla

Una persona leyendo un libro.
21 de noviembre de 2025 a las 14:05h

Ayer se cumplió el capítulo número 300 de Valle Salvaje. Trescientos episodios de una serie que, más que ficción, es un respiro dieciochesco incrustado en mitad de la jornada: un recreo para el espíritu, una rendija por la que asomarse a otro tiempo sin las urgencias del nuestro. A mí me basta con ese pequeño desvío, esa liturgia cotidiana de mirar un fragmento de mundo con otro ritmo. Sin embargo, —ay, las redes— parece que lo que para unos es un disfrute para otros es una carga. Es asombrosa la cantidad de gente que protesta por su longitud, que exige que acabe ya, que confiesa llevar doscientos cincuenta capítulos arrastrando el mismo cansancio: "A ver si termina". Lo dicen desde el episodio cincuenta, y continúan.

Y me pregunto: ¿cuándo dejamos de saber disfrutar y empezamos a necesitar concluir? ¿Cuándo cambiamos el goce del camino por la obsesión de llegar cuanto antes? Esa prisa por cerrar historias, ese deseo casi compulsivo de tachar, de sumar, de completar, atraviesa también los libros. Y aquí, permitidme, es donde me interesa detenerme, porque al final casi todo en mi vida, de una manera u otra, acaba volviendo a la literatura.

Vivimos rodeados de cifras. De pantallazos con listas de lecturas que parecen cuentas de resultados. De personas que aseguran leer más de sesenta libros al año. Me siento obligada a hacer cálculos que nunca quise hacer: horarios, compatibilidades, ritmos vitales. Y, aunque me alegra profundamente que haya quien lea tanto, de verdad me lo pregunto con franqueza: ¿es posible que un adulto con trabajo, responsabilidades y horas reales en el día pueda mantener ese ritmo sin sacrificar la experiencia de la lectura? No lo digo en tono acusatorio. Al contrario: celebro que exista entusiasmo por los libros. Ya ni siquiera arremeto, como solía, contra los seguidores de Paulo Coelho. He aprendido que, si alguien abre un libro, aunque sea para refugiarse en una dosis de filosofía edulcorada, ya estamos avanzando.

Pero la duda persiste. Porque pienso en Cumbres Borrascosas. Pienso en Tan poca vida. Pienso en Expiación. Tres novelas que, por motivos distintos, exigen del lector algo que va más allá del mero pasar páginas: tiempo, silencio, emoción, a veces incluso dolor. No son obras para ser encajadas entre reuniones ni para ser devoradas como quien se toma un café de máquina. Cumbres Borrascosas no se presta a la velocidad: su vendaval sentimental exige que te dejes arrastrar. Tan poca vida te obliga a permanecer en la herida, a mirar lo insoportable, a convivir con Jude y su sufrimiento con una intensidad que pocas narraciones contemporáneas han osado afrontar.

Expiación reclama un tempo propio, ese espacio necesario para digerir la injusticia que desencadena Briony, para acompañar el destino de Robbie, para entender el peso de una culpa que arruina vidas. Esas historias no se leen: se atraviesan. Y quien las atraviesa raramente puede volver a abrir otro libro inmediatamente después.

A mí, al menos, me dejaron en ruinas. A Heathcliff lo acabé superando, pero Jude y Robbie aún siguen anclados en algún rincón de mi costado. Cuando cierro esos libros, no cierro una historia: cierro un espejo. Y necesito un tiempo para recomponerme, para regresar al mundo con la sensación de que algo en mí se ha reordenado o ha quedado para siempre torcido. Qué menos que una semana para recuperar el aliento.

Estas lecturas, las que se agarran a la piel, son incompatibles con la cultura de la rapidez que impera en redes. Y no lo digo con nostalgia rancia, sino con cierto desconcierto. Me sorprende que tantos lectores busquen terminar más que permanecer; que prefieran acumular títulos antes que permitir que una historia les cale por dentro. No es culpa suya. Vivimos en una época en la que todo se consume con la misma urgencia con la que se desliza un dedo sobre la pantalla. Y, cuando una obra no cede al ritmo impuesto, cuando exige dedicación, cuando no proporciona recompensas inmediatas, muchos sienten que estorba.

Confieso que yo misma he pasado por etapas de duda. He visto vídeos de booktokers, bookstagrammers y booktubers que recomiendan listas interminables con entusiasmo industrial, y he llegado a cuestionarme si era yo quien iba demasiado lenta. Pero, tras un tiempo, comprendí que mi ritmo era el mío. Que no necesitaba demostrar nada ni justificar mi manera de leer. Que no tenía sentido medir la literatura con parámetros propios de la productividad empresarial. Y que en esa repetición constante de “lo mejor del mes”, “mis diez lecturas rápidas”, “mis cinco imprescindibles para no pensar demasiado”, no había espacio para Heathcliff, para Jude ni para Robbie, porque estos personajes no caben en un vídeo de treinta segundos ni en un tuit: son demasiado incómodos, demasiado densos, demasiado humanos.

Quizás ese sea el problema: que disfrutar requiere tiempo, mientras que acabar solo requiere prisa. Y estamos educándonos —o dejándonos educar— en esa inmediatez. Por eso tanta gente abandona Valle Salvaje —o la presiona para que termine—: porque no saben qué hacer con una historia que no responde al esquema de recompensa inmediata. Si una serie no se puede ver entera en un fin de semana, molesta. Si un libro supera cierto número de páginas, espanta. Si un personaje exige reflexión, incómoda. Y, sin embargo, ahí reside la magia. La permanencia. El verdadero acto de lectura.

Me preocupa, lo confieso, que estemos perdiendo la costumbre de demorarnos. Que ya no aceptemos el silencio que pide una buena historia antes y después de ser leída. Que confundamos devorar con comprender. Que midamos la literatura por volumen y no por huella.

Quizás haya que reivindicar la lentitud como quien reivindica un pequeño lujo. Volver a defender el derecho, a no terminar rápido, a no producir cifras, a no competir. A dejar que una historia tarde en acabarse lo que tenga que tardar. A permitir que ciertos libros nos rompan y nos reconstruyan sin exigencias ni cronómetros. A recordar que, si de verdad merece la pena, una lectura no se despacha: se vive.

Y quizá ahí esté el secreto, tan sencillo como olvidado: disfrutar no es llegar, sino quedarse. Mientras se pueda. Mientras duela. Mientras transforme.