Fumar: viaje al pasado
Fumar: viaje al pasado

Me despierto con un aroma que casi ya no reconozco. El humo se mete por mis fosas nasales y sustituye al oxígeno. Toso con una ligera convulsión de mi tráquea, se calma y trago saliva. Abro los ojos y levanto la cabeza. Estoy sentado en un pupitre de colegio que me parece demasiado grande. Me miro las manos y me parecen demasiado pequeñas, con las uñas roídas y los dedos llenos de padrastros; Pero si ya no me como las uñas. Una voz grave termina de sacarme del sopor:

—Señor Baztarrica, ¿le resulta aburrida la clase?

¡No puede ser! Es Don Simón, mi profesor de Ciencias Naturales de 4º de E.G.B. Don Simón da una profunda calada a un Ducados y, mientras echa el humo por la nariz, me indica que salga de la clase. El exhalar del aire de sus pulmones, manchados de tabaco, me resulta más atronador que las risas de mis compañeros. Abro la puerta y salgo al pasillo con el sonido rítmico del chándal de táctel rozando en mis muslos; ¿Un chándal de táctel? ¿En qué año estamos? Busco desesperadamente el servicio, ya no me acuerdo bien de dónde está; giro una esquina, otra y otra. Debería de haber uno en cada planta. Lo encontré. Entro y abro el grifo, no funciona con un pulsador que evita que se quede abierto más de lo necesario: es un grifo de los de toda la vida. Me miro al espejo y es lo que sospechaba, ¡tengo 10 años! Ni rastro de barba. Me mojo las manos y el agua se convierte en un líquido traslúcido, entre grisaceo y marrón. Tengo las manos sucias, supongo, de haber estado en el recreo. Mi yo adulto no permitiría esto. Una vez limpias, me restriego las palmas mojadas por la cara, intentando despertar, pero no es un sueño; o eso creo. Bebo agua directamente del grifo y una sutil punzada me recorre el cráneo: se me mueve un diente, qué desagradable. No paro de tocármelo con la lengua. De repente escucho un ruído, la puerta del pequeño habitáculo que aloja un váter se abre y de allí sale un chico de unos 16 años, repetidor, fumando, expulsando el humo de la última calada de un cigarro que tira a la taza.

—¿Qué miras, gilipollas?— el niño, que en ese momento me parece un interminable gigante, me mira amenazante.

Huyo del servicio con la cara mojada, resbalándome con las gotas que me preceden. Se supone que tengo que ir al despacho de Don Miguel; o esperar en el banco de Secretaría a que él termine de dar clases. Ese banco donde he estado horas y horas copiando “Debo atender y no molestar”. Salgo al patio, respirando rápido, tomo una decisión: Tengo que salir de aquí. Salto la valla con una rápidez y energía inusitada. Claro, joder, tengo 10 años. Cruzo la carretera sin mirar y un Renault 19 con defensas cromadas está a punto de levantarme dos metros del suelo. Un grito, desde la puerta del colegio, me hiela la sangre.

—¡Eh!

Es Juan, el portero, una gran persona, al que en estos momentos confusos, en los que no me fío ni de mi sombra, veo como a un Cancerbero demoníaco. Corro apretando los puños y poniendo al límite los músculos de mis piernas. Un objeto pesado baila en el interior del bolsillo de mi chándal; compruebo que son 100 pesetas. Me paro detrás de un pozo del parque de San Joaquín, agachado recupero el aliento. Necesito un café. Me levanto y, mirando a todos lados, emprendo la marcha hacia la urbanización El Almendral.

Aunque he ido a un paso acelerado, se me ha hecho larguísimo: con 10 años ir a otro barrio implica pligues espacio-temporales que no comprenden los cerebros de los adultos.

Abro la puerta del Bar Matías, esperando encontrar el embriagador aroma de los granos molidos; no sé cómo me las apañaré para que den un café a un niño... ¡un momento! ¡Claro que me lo darán! Cuando tenía 10 años compraba tabaco y cerveza a mis padres; y pedía cerillas en la barra. El aroma del café es indistinguible, en su lugar, una gran humareda pulula por el techo del local, no puedo respirar. Como pequeñas chimeneas de una ciudad industrial, el ente blanco contaminado asciende desde 14 sitios diferentes, para unirse en un todo. En una boina que disminuye el volumen de aire respirable. Hay gente que no fuma pero está ajena a todo. Mordisquean sus tostadas sin reparar en el humo. Es como si yo tuviera un poder especial que me deja ver espíritus obscenos y burlones que intentan importunar a los vivos, sin éxito. Sólo yo lo veo. Cierro la puerta, no puedo estar ahí. En los escasos cuatro segundos que he permanecido en la entrada del bar mi ropa se ha impregnado con un repugnante olor, ¡cuatro segundos!

Me toco el bolsillo y trasteo con las 100 pesetas. A casa no puedo ir porque mis padres están trabajando. No sé adonde ir. Papá trabaja en el hospital, quizás allí puedan ayudarme, ¿qué coño es esta locura? ¿de verdad he viajado en el tiempo?

Voy a una parada de autobús, creo que es el 8 o el 10. Sólo queda preguntar. Los carteles informativos de la marquesina están arrancados y no tengo móvil para consultarlo. Cualquier tiempo pasado fue mejor. ¡Ja!, me río de ti, Karina. El autobús no tarda demasiado, es el correcto, por lo menos algo me está saliendo bien. ¡Pero no! De nuevo allí está la nube maldita. Los pequeños cilindros flamígeros resurgen de los asientos. Esta vez tengo que aguantarme, quiero llegar hasta el hospital.

El viaje dura 35 interminables minutos. Al bajarme ya no me parece que la ropa huela mal. Tengo las fosas nasales repletas de nicotina de segunda mano. Recorro rápido los 50 metros que me separan de la entrada principal. Para mi sorpresa no hay nadie fumando en la puerta. Esto se está poniendo raro, normalmente hay siete u ocho personas dándole al Chester. Sigo avanzando, como en un videojuego, sin parar de correr y revisando los flancos. Por supuesto que no hay nadie fumando en la puerta, ¡la gente está fumando dentro! En la sala de espera, en las escaleras... ¡incluso los trabajadores de la recepción!

Tengo que encontrar a mi padre. Una señora morena con el pelo rizado me para poniéndome una mano en el hombro.

—Tu eres el hijo de Jesús, ¿no?— Bingo.

—Sí, sí, ¿lo ha visto?

—Ha subido a Neumología a hablar con el jefe de servicio.

—¡Gracias!— digo con una sonrisa pero con las lágrimas saltadas.

—¿Estás bien?

Pero ya no puedo oírla. Subo los escalones de dos en dos hasta la planta de Neumología. Los compañeros de mi padre que me reconocen intentan pararme para hablarme, pero no pueden. Por fin, llegué. En el pasillo ir y venir de médicos y celadores. Una puerta de metal, con barras de apertura de emergencia separaba el pasillo de las habitaciones. Desde dentro se escuchan toses y respiraciones estertóricas. Al fondo está mi padre hablando con un señor bajito de pelo Grecian 2000. Hago el intento de dirigirme hacia mi padre, pero la visión de un hombre que camina lentamente, empujando un gotero con ruedas, me paraliza. Deambula tambaleándose al son de su pijama semiabierto, cada vez está más cerca. Puedo escuchar su respiración forzada y sibilante. Intento esquivar su imagen para localizar a mi objetivo principal, pero el señor del gotero busca mi mirada. Su rostro es de un tono violáceo, con pequeñas llagas en los pómulos. Sale del corredor de las habitaciones y se apoya sobre una de las hojas de la puerta metálica. Empujando cadenciosamente el resorte rojo de apertura con su trasero. Me mira fijamente y saca de debajo del pijama un paquete de Bisonte sin boquilla. Pide fuego a un médico y este se lo da. Sigue mirándome y me pone los vellos como escarpias. Da la primera calada y no exhala nada, el humo le sale por el cuello de la camisa mientras quema rapidamente el cigarrillo. La ceniza incandescente, de forma cónica, no se cae. Se aparta el cigarro de la boca.

—¿Qué miras, gilipollas?

Me despierto súbitamente. ¡Todo ha sido un sueño! Menos mal. Alargo la mano hasta la mesilla de noche, agarro el paquete de tabaco y me enciendo un Fortuna. Aspiro fuertemente y el humo empieza a salirme por unas ranuras sangrantes de las costillas. Pero ¿qué? Si yo no fumo, ¿y esto?

Me vuelvo a despertar, era un ¿sueño dentro de un sueño? Menuda fumada mental.

 

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