Grandes almacenes

8590505288_945be7c709_z.jpeg

Hoy, mientras ordenaba unos papeles y tiraba otros, he pensado que ojalá se pudiera hacer lo mismo con los recuerdos. "Este me lo quedo". "Este lo cambio de sitio". "Este lo tiro, que ya no me sirve para nada". Nombres y apellidos de compañeros del colegio, del instituto y de la universidad. No tengo que pensarlo: digo el nombre y, al momento, los apellidos (los dos) vienen detrás. Admito la utilidad, para cotillear en las redes sociales, aunque estoy segura de que estos recuerdos están ocupando el lugar de "tengo que llamar al dentista para pedir cita", que todos los días se me olvida.

También, olores. El de la colonia con aroma a limón que me llevé al viaje de fin de curso del instituto, a Italia. Un chute y ya estoy en Roma, en aquel hotelucho de Montecatini, escuchando Liberi come il sole, de Massimo di Cataldo. El de algunas personas, casa o infierno, que se activa cuando alguien se sienta a mi lado en el autobús y que me da ganas de quedarme para siempre o huir. "Perdone, ¿me deja salir? Es que lleva usted el perfume de alguien a quien no soporto y necesito bajarme ya".

El del aftersun —mira, de la marca no me acuerdo— que me echaban mis padres sobre los hombros quemados, después de un día en la piscina, que me da una pena terrible, porque recuerdo esas noches de verano sin dormir, en las que hasta el roce de la sábana me molestaba en la piel abrasada. Los olores son el medio de transporte más rápido y económico que conozco.

Pero si hay algo que almaceno en el cerebro, sin parar, son números. Mi afición por guardarlos choca con mi predilección por las letras. Me encantaría poder olvidarme del número de teléfono de aquel chico que me gustaba en el colegio, que memoricé, después de buscarlo en la guía, para llamar, aguardar para ver si respondía él y colgar cuando quien hablaba era su madre —bueno, si lo cogía él, también colgaba, muerta de la vergüenza—, y que sigue ahí, en algún lugar de mi cabeza, veintimuchos años después, quién sabe por qué, ocupando un espacio precioso en el que podría estar "tengo que comprar cápsulas de café para la máquina del trabajo", de lo que llevo días olvidándome de hacerlo.

Matrículas de coches, inservibles ya, porque dichos coches hace años que son papilla metálica, que memoricé para no terminar subiéndome en el de cualquier desconocido, cuando yo ya era miope, pero me negaba a reconocerlo: antes, memorizar las matrículas de todos mis familiares y amigos —y el color, que siempre da muchas pistas, también— que admitir que no veía bien y ponerme las gafas. En el hueco que ocupan las matrículas que ya no están, podría caber eso de "tengo que coser el forro roto del bolso", de lo que sólo me acuerdo cuando meto la mano y no encuentro lo que quiero, porque está al otro lado.

Y fechas. Sobre todo, fechas. Si alguien pudiera ver todo lo que almaceno en la cabeza, se encontraría con un montón de fechas. Cumpleaños —incluso, de gente que hace tiempo que ya no está: examigos, exnovios, expersonas. ¿Para qué lo quiero? ¿Acaso voy a aparecer, por sorpresa, con una tarta y cantando el cumpleaños feliz? Pues no, pero ahí está, haciéndome compañía—. Y aniversarios, de todo tipo: de boda —esto sí es útil—; de cuándo y dónde nos conocimos —guardadísimo; con copia de seguridad y, además, en la nube—; del primer beso —esto va acompañado, además, del lugar. No digo dónde, para que imaginéis que fue en un enclave maravilloso, que es donde suelen ocurrir, o debería, los primeros besos–; de la primera regla —¿y esto? No será porque no tengo un recordatorio cada 28 días... ¿O es que pienso que la menopausia será más benévola conmigo por acordarme de su primera venida?—; del primer contrato de trabajo —esto me hace ilusión. Me lo quedo—; y de despedidas y acontecimientos tristes —la verdad es que me gustaría olvidarlos todos y que no me saltase el aviso un mes antes—.

En realidad, me da miedo perder recuerdos; quiero que se queden donde están, donde pueda verlos siempre que desee, porque son lo que nos hace ser como somos. Somos lo que fuimos, y sobre eso seremos. Porque, al fin y al cabo, somos un trastero de recuerdos, al que no dejamos de acudir para guardar los nuevos.

Archivado en: