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La injusticia, la violencia o la desolación van logrando desprendernos de la tierra que pisamos; perdernos en ella por descarriar el referente. El mundo se aleja de nosotros a la misma velocidad en que asciende la incomprensión. 

En el año 2007 el periodista estadounidense Alan Weisman publicó un libro titulado The world without us (El mundo sin nosotros), que poco después se convertiría en un fenómeno mundial. En el texto, abordaba el impacto científico que tendría para el planeta la desaparición de los seres humanos. Está redactado como si se tratara de un experimento mental con el que se procura poner en situación al lector. Se abordan incógnitas como la evolución de las formas de vida restantes o el deterioro de ciudades y desechos radioactivos. ¿Cuáles serían entonces las pruebas más imperecederas de la presencia humana en la Tierra? ¿Los plásticos? ¿Las estatuas de bronce? ¿El monte Rushmore? ¿Los rascacielos de Dubai? Como se preguntaba Victoria Abril, ¿quién hablará de nosotros cuando ya no estemos? Weisman no lo sabe, pero plantea un horizonte entre desolador y bizarro que da mucho en qué pensar.

Pese a que de momento seguimos por aquí, son numerosos los acontecimientos que pueden alterar nuestro entorno, hacerlo más crudo y menos comprensible. Más ajeno y menos nuestro. La injusticia, la violencia o la desolación van logrando desprendernos de la tierra que pisamos; perdernos en ella por descarriar el referente. El mundo se aleja de nosotros a la misma velocidad en que asciende la incomprensión. Si bien el mundo aún no nos ha perdido —como en la obra de Weisman—, cuando ya no entendemos nada de lo que sucede a nuestro alrededor, quizás nosotros lo hayamos perdido a él. Y ese apocalipsis, con otro tipo de jinetes por en medio, también aterra. Y cómo.

En el mundo sin nosotros, los gatos otrora domésticos camparán a sus anchas por los centros comerciales, saqueando hasta el último resquicio de las refinadas estanterías de Harrods; los barrios residenciales quedarán convertidos en bosques salvajes en apenas medio siglo; todo lo conocido se convertirá en un entorno extraño y hostil, a la manera del mundo que dibuja Saramago en su genial Ensayo sobre la ceguera. A fin de cuentas, en esa literaria colmena de invidentes, los ciudadanos no existimos porque nunca volveremos a ser como éramos —si es que lo fuimos. Nada sobrevive por entero a la oscuridad.

A tenor de lo que vemos y oímos a menudo, tampoco sería para tanto que la Tierra nos extraviara. Sin ir más lejos, esta semana hemos asistido a uno de esos momentos que justifican que el mundo de Weisman no resulte tan mala opción. Al parecer, unos cuantos de nosotros han tenido a bien salir a las calles para despedir con vítores a los guardias civiles que han partido para Cataluña. Como si se tratara de una película de Berlanga, de una división acorazada o de un partido de alto riesgo, el grito de “¡A por ellos!” se ha escuchado en nuestras patrias calles.

El Gobierno español ha movilizado 700 antidisturbios y 600 agentes especiales del Instituto Armado para el referéndum del 1 de octubre. Según los políticos, se pretende preservar “la vigilancia del espacio público y el mantenimiento del orden”. Al menos, mientras sigamos estando por aquí encima. En las calles desiertas que dibujaba el periodista de Minnesota, esto no tendría cabida. No habría guardias a los que alentar, ni civiles que enarbolaran banderas. Ni siquiera habría banderas. Tampoco odio, ni violencia, ni desolación, ni chorradas. En el mundo sin nosotros —el de los gatos en Harrods y el libro de la selva—, qué duda cabe, habría cosas que funcionarían mejor y otras que, al menos, no darían tanto asco. Ni tan desolador, ni tan bizarro.

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