Fugitivos del arcén

Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

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Me lo crucé no hace mucho mientras conducía de camino al trabajo. En el arcén derecho, acercándose hacia mí con ojos aterrorizados y la boca abierta como signo inequívoco de estrés, un perro de color canela trotaba dubitativo en busca de algo… o de alguien.

Llega el verano y comienzan a ser habituales estas escenas en nuestras carreteras. Perros de toda clase, raza y condición, son abandonados a su suerte por personas (por llamarlos de alguna forma) sin conciencia ni alma. Olvidan que es un ser vivo al que condenan a una muerte casi segura; un ser vivo que durante meses, desde que fue adoptado en navidades en aras de la felicidad y el capricho de un niño, habrá dado cariño sin pedir más a cambio que un amor recíproco. Un ser vivo que, si le hubiesen dado tiempo a demostrarlo, se habría erigido como amigo fiel, honesto y noble, cualidades todas ellas ausentes en la mayoría de seres humanos.

No se trata de un alegato contra el maltrato animal (que también lo es). Personalmente adoro a los animales, pero respeto a aquel que no. Pero no puedo evitar “encabronarme” cuando un ser humano pasa de la indiferencia con ellos, al castigo, al desprecio, a la humillación… porque, y rara es la vez en que esto no sucede, suele coincidir este tipo de comportamientos entre sus semejantes humanos.

Me joroba que se condene a muerte a un animal, más allá de la mera necesidad de alimentarse que tiene el hombre; y si se hace con alevosía, buscando la propia comodidad o las vacaciones perfectas sin el “dichoso chucho”, me indigna, me solivianta, me rebela.

Porque, independientemente de que usted, señor dueño de aquel perro canela aterrorizado, le importe o no le importe la vida de un animal… ¿Qué me dice de las vidas que puso usted en peligro aquel día en la carretera? ¿Qué hubiese sucedido si yo, que voy tranquilamente circulando por la autovía a 100 km/h, me llevo la desagradable sorpresa de encontrarme de buenas a primeras con un perro al que tengo que esquivar en veinte metros? En el mejor de los casos, el asunto se hubiese saldado con la muerte del animal, un buen golpe en el frontal del coche pendiente de una costosa reparación en un taller, y un susto de padre y muy señor mío. Pero muchas veces, no hay “tanta suerte”, señor. Muchas veces hay vidas humanas que se apagan.

Y todo porque usted, señor dueño de aquel perro canela de ojos aterrorizados, quería tener unas vacaciones tranquilas…

Usted. Usted sí que es un enorme hijo de perra.

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