La fábrica de gladiadores

Los poderosos caen fácilmente en la tentación de creer que se han ganado su posición, por lo que es fácil que acaben despreciando al resto de los mortales

La fábrica de gladiadores, sobre meritocracia. Foto: Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales AIP.
La fábrica de gladiadores, sobre meritocracia. Foto: Centro Internacional de Estudios Políticos y Sociales AIP.

La denominada “cultura del esfuerzo” es una falsa promesa. Si trabajas mucho, tarde o temprano, llegarás a donde quieras.  Tu talento se verá recompensado en forma de riqueza y estatus. El mundo, sin embargo, no es así. Ni siquiera en Estados Unidos, donde esa fantasía del “sueño americano” hace creer a la gente que todo podemos ser millonarios. En realidad, en el supuesto país de las oportunidades existe un índice de movilidad social inferior al de Europa. La meritocracia, en la práctica, no funciona. Pero, aunque funcionara… ¿Sería la solución a nuestros problemas? En La tiranía del mérito (Debate, 2022), Michael J. Sandel nos previene contra la cara oscura de un ideal que no resulta tan liberador como parece. 

La principal crítica que hace Sandel a la meritocracia es que no elimina la desigualdad, simplemente la justifica de otra manera. Sería justo que unos estén más arriba que otros en base a una preparación y capacidad superior, pero… ¿Quién puede decir que ha alcanzado la cima solo con su esfuerzo? El talento es un don natural, que no depende de nosotros. Si unos lo hacen fructificar y otros no, en parte se debe a que cuentan con la ayuda de otras personas, como los padres o los profesores. 

El éxito también depende de vivir en una sociedad que otorgue importancia a lo que hacemos y le conceda un valorar económico. Imaginemos, por un momento, que nadie a le gustara la pintura de Pablo Ruiz Picasso o la música de los Beatles. La genialidad, en ese caso, no se vería reconocida. Y ese reconocimiento es algo que escapa a cualquier control individual. Por otra parte, dentro de actual capitalismo, lo que cuenta es la habilidad para hacer dinero y no el mérito intrínseco de la actividad. Se da así la circunstancia sangrante de que cualquier influencer idiota despierta más admiración que un buen profesor. 

La aristocracia del mérito, por otra parte, corre el peligro de generar insolidaridad. Los poderosos caen fácilmente en la tentación de creer que se han ganado su posición, por lo que es fácil que acaben despreciando al resto de los mortales. A los débiles, mientras tanto, les queda la amargura. Antiguamente, cuando todo dependía del nacimiento, tenían un consuelo para su pobreza. Una organización social injusta les negaba su ración del pastel. Ahora, en cambio, se acostumbra a creer que aquellos que no triunfan deben su fracaso a su propia incompetencia. Si no tienes dinero, la culpa es solo tuya. 

Resulta comprensible que entre los perdedores se abra paso un sentimiento de humillación muy peligroso para la democracia, tal como hemos podido comprobar en la historia reciente de Estados Unidos. Para los progresistas, solo los tontos no les votan. El problema es que estos votantes a los que desprecian acaban por apoyar la demagogia de Donald Trump, en el que ven a un paladín contra el despotismo de los universitarios, contra la soberbia de todos aquellos que se ríen del americano medio tipo Homer Simpson. Podemos señalar que Trump, de hecho, nos es más que un hipócrita, pero, aunque estemos en lo cierto, el verdadero fondo de la cuestión es otro. ¿Qué es lo que hace que tenga tantos apoyos?

Acostumbrados a imaginar que aquellos con un título superior están más capacitados para resolver nuestros problemas. ¿Posee esta creencia un fundamento sólido? La ideología tecnocrática que nos domina nos lleva a pensar que todo es cuestión de manejar información objetiva. Si contamos con datos ciertos, conseguiremos tomar buenas decisiones y será más fácil que nos pongamos de acuerdo en los grandes desafíos que determinarán nuestro porvenir. Olvidamos así que, en muchas ocasiones, no se trata de ciencia sino de política y moral. Puedes ser Premio Nobel, pero ello no impedirá que practicas el neoliberalismo sin ninguna compasión por los más desfavorecidos. Gobernar, como bien dice Sandel, no depende de las credencias académicas sino de la sabiduría práctica y la virtud cívica: “La experiencia histórica reciente nos induce a creer que es escasa la correlación entre la capacidad para el buen juicio político -que implica la posesión de carácter moral, además de conocimiento y perspicacia- y la capacidad para obtener buenas puntuaciones en los test estandarizados y ser admitido en una universidad de élite”. 

Se nos repite que debemos estudiar… ¿No hay, en este mantra insistente, una falta de consideración hacia los trabajadores manuales? El futuro sería para los que se preparan en profesiones aún por inventar, pero se olvida por el camino de que el mundo, para seguir funcionando, necesita del panadero, del barrendero o del basurero. Martin Luther King ya planteó una respuesta con su característica lucidez: “Un día, si pretende sobrevivir como tal, nuestra sociedad llegara a respetar a los trabajadores de la limpieza urbana, pues la persona que recoge nuestra basura es, a fin de cuentas, igual importante que el médico, ya que si no hace su labor se propagan las enfermedades. Todo trabajo tiene dignidad”.  

El drama de nuestro tiempo que la gente que desempeña estos oficios cuenta cada día con menos poder político. Las elites de los partidos están cada vez más acaparadas por los universitarios, de forma que aquellos que cuentan con la influencia y los recursos se hallan cada vez más despegados de los problemas del hombre corriente. La erosión del estatus de las masas anónimas es lo nos está llevando por la peligrosa pendiente de los populismos de extrema derecha. Se trata de una cuestión de salarios, claro, pero no solo de eso. El pueblo desea, sobre todo, respeto. 

La meritocracia entraña, pues, múltiples peligros. Crea personas autosuficientes y, de esta manera, ayuda a quebrar los vínculos sociales. Ya no importa el bien común, solo el propio yo. Si seguimos así, ¿podrá extrañarnos que se multiplique aún esa multitud de ancianos que ni siquiera tienen con quien hablar? Aunque todos soñamos con ser dueños de nuestro propio destino, en la práctica no somos más que pobres gladiadores que nos dejamos la sangre por unas pocas migajas en el gran banquete del capitalismo. Uno no puede dejar de pensar, con desaliento, en aquel gran poema, la Epístola Moral a Fabio, sobre las esperanzas cortesanas, “prisiones son do el ambicioso muere y donde al más activo salen canas”. En eso, justo en eso, se ha convertido nuestra meritocracia.   

 

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