Nadie debería empobrecer por trabajar, ni enriquecerse con el trabajo ajeno. Cada día, millones de mujeres y hombres, niñas y niños trabajan sin recibir una contraprestación justa. Y no estamos hablando de opiniones políticas ni de posturas ideológicas. Hablamos de derechos humanos, del derecho a no sufrir explotación laboral, reconocido internacionalmente: la Declaración Universal (DUDH), el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Pacto Internacional), los convenios de la OIT, la Constitución (CE) y el Estatuto de los Trabajadores (ET). Instrumentos jurídicos vinculantes que establecen que toda persona que trabaja merece una remuneración justa por su trabajo.
Trabajo digno, salario justo
La OIT ha puesto sobre la mesa una definición que marca un punto de inflexión: el trabajo digno debe permitir una vida decente. No se trata de sobrevivir, sino de vivir. Y para calcularlo hay que considerar datos reales: cuánto cuesta la vivienda, la alimentación, la sanidad, la educación, el ajuste de la inflación.
Nuestra Constitución, en su artículo 35, lo dice con claridad meridiana: todos tenemos derecho a una remuneración suficiente para atender nuestras necesidades y las de nuestra familia. El ET desarrolla este mandato mediante el salario mínimo interprofesional (SMI), una herramienta que busca reducir las desigualdades más flagrantes del mercado laboral. La Carta Social Europea recomienda que este mínimo alcance el 60% del salario medio del país.
En 2025, el SMI se ha establecido en 1.184 euros al mes, lo que representa una subida del 4,41% respecto al año anterior. Son 50 euros más cada mes, 700 euros más al año. El avance es innegable: hace siete años, en 2018, el salario mínimo apenas llegaba al 42% del salario medio nacional; hoy se sitúa entre el 54% y el 56% de los aproximadamente 2.100 euros brutos mensuales de media. Vamos en la dirección correcta, pero el camino hacia ese 60% que recomienda Europa todavía está por recorrer.
¿Quiénes cobran el mínimo? ¿Y por qué importa?
Los números hablan: cerca de 2,4 millones de personas en España —entre el 13% y el 14% de los asalariados— perciben el salario mínimo o una cantidad muy próxima. Esta cifra ha crecido un 5% en el último año, no sólo por la subida del SMI, sino por la persistencia de la precariedad. Pero hay un dato que debería subrayarse en rojo: el 65,8% son mujeres, casi 1,6 millones de trabajadoras concentradas en hostelería, comercio y cuidados. Esta situación refleja una estructura económica que sigue devaluando los empleos feminizados.
La prohibición legal del enriquecimiento injusto
En los contratos de prestación de servicios, el artículo 1895 del Código Civil español establece: “El que sin causa se enriquece en detrimento de otro, está obligado a indemnizarle en la medida de su enriquecimiento”. Este precepto sustenta la denominada teoría del enriquecimiento injusto, que impide obtener beneficios —económicos o intangibles— aprovechándose del esfuerzo ajeno sin causa legítima. En términos simples, el Derecho sanciona esta práctica porque constituye una forma de apropiación indebida, es decir, de robar el trabajo ajeno.
La prohibición del enriquecimiento injusto no sólo protege derechos patrimoniales, sino también derechos morales, especialmente en supuestos donde se generan derechos de autoría. Además, actúa como garantía de justicia material: el trabajo no puede reducirse a una mercancía, porque es la manifestación de la persona y de su dignidad. Por ello, el principio de proporcionalidad entre esfuerzo y retribución trasciende lo económico y se erige como un mandato ético y jurídico que asegura la equidad en las relaciones contractuales. El contrato es ley para las partes, y quien recibe el beneficio del trabajo está obligado a retribuirlo. Negar este principio vulnera el Derecho, y rompe la base misma de la justicia social y la ética contractual.
Esta explotación también se puede dar en relaciones de voluntariado, cuando la prestación de un servicio va más allá de lo razonable, están sometidas a exigencias abusivas o cuando el fin no es el bien común, sino que está dirigido a satisfacer intereses personales de quien se apropia del trabajo voluntario, en detrimento de quien colabora desinteresadamente de forma altruista.
¿Cuándo podemos hablar de explotación laboral?
Desde el punto de vista jurídico, económico y político, existe explotación cuando una persona produce más valor del que recibe en forma de remuneración, y esa diferencia es apropiada de manera injusta por quien la emplea. Esta mecánica, inherente al capitalismo, reduce el trabajo a mercancía y la persona trabajadora a simple herramienta productiva, despojándola de su condición humana y de su derecho legítimo a beneficiarse equitativamente del fruto de su esfuerzo.
Marx teorizó esta situación bajo el concepto de alienación: el trabajador se vuelve ajeno a su propio trabajo, no se realiza a través de él, y termina experimentando su actividad laboral como algo impuesto, extraño a su esencia. Pero esta reflexión trasciende lo filosófico: es una cuestión jurídica y política, patrimonio de la humanidad. No sufrir explotación laboral es un derecho humano consagrado en el artículo 23 de la DUDH, en el artículo 7 del Pacto Internacional, y en instrumentos específicos como los convenios 95 y 131 de la OIT, dedicados a la protección salarial y a la fijación de salarios mínimos.
Justicia social y ética laboral
Garantizar una remuneración justa va mucho más allá de las cifras: implica reconocer el valor intrínseco del trabajo humano y asegurar que quien aporta su esfuerzo reciba una compensación digna. En un Estado que se proclama social y democrático de Derecho, la dignidad de quien trabaja no puede ser objeto de explotación, pues es el pilar sobre el que se construye cualquier política laboral o contractual. Reclamar lo que te corresponde no es sólo un derecho: es una obligación para proteger tu trabajo y tu dignidad. La ley te protege. Si te deben dinero, actúa: no permitas que la explotación laboral quede impune.
