La plaza de San Pedro en El Vaticano.
La plaza de San Pedro en El Vaticano.

Durante sus primeros siglos de historia, los cristianos tuvieron que definirse como grupo frente a otros colectivos religiosos. Como entonces, obviamente, no existían los medios digitales, la Iglesia de la época tuvo que defender sus ideas con otros instrumentos. Proliferaron entonces los debates teológicos que después se ponían por escrito con intenciones pedagógicas. No obstante, no todos los textos de este género que han llegado hasta nosotros reflejan polémicas reales. 

En muchos casos, la supuesta disputa es solo un artificio literario para expresar, a través del formato de preguntas y respuestas, determinadas verdades doctrinales en el estilo más claro y ágil posible. También podía suceder que la controversia fuera auténtica pero las “actas” llegaran hasta nosotros editadas con un grado escaso de fidelidad, con vistas incrementar el efecto propagandístico. De todo esto se ocupa Juana Torres Prieto, catedrática de Filología Latina en la Universidad de Cantabria, en Diálogo literario y polémica religiosa en la Antigüedad tardía (Guillermo Escolar, 2021), un estudio de la literatura cristiana dirigida a mostrar la validad de los principios de su fe. 

Torres Prieto divide esta amplia producción en función de los aparentes destinatarios: los judíos, los paganos y los herejes. En muchos casos, de todas formas, lo que se pretende no es tanto convencer a los demás como reafirmar las ideas del propio grupo. La discusión, según la obra que nos encontremos, puede resultar más o menos civilizada o estar salpicada de todo tipo de descalificaciones hacia el contrario. No es lo mismo un diálogo en el que se mantienen las formas que la altercatio, donde predomina, como sugiere su nombre, el estilo agresivo.  

¿Hasta que punto este tipo de escritos es fiable como fuente histórica? El lector del siglo XX no debe esperar que los cristianos de la Antigüedad reflejaran a sus oponentes con exactitud periodística. Tendieron, por el contrario, a presentar de ellos una imagen estereotipada. Así, a través de la ridiculización, buscaban desacreditar sus convicciones. En numerosas ocasiones, por ejemplo, los tachaban de “incrédulos”. En el caso de los judíos, una de las acusaciones más repetidas era la de haber matado a Jesucristo, el Mesías. También se les reprochaba ser ignorantes, tercos, duros de corazón y otros muchos defectos. Habían tenido delante de las narices al hijo de Dios y no habían sabido reconocerlo. 

Los hebreos, a su vez, atribuyen a los cristianos la práctica del politeísmo. ¿Acaso no adoran a varios dioses por su creencia en la Trinidad? También señalan la inverosimilitud de la virginidad de María de la coexistencia en Jesús de dos naturalezas, la divina y la humana. 

Con todo, de cuando en cuando encontramos demostraciones de cordialidad. En el Diálogo con Trifón (siglo II d.C.), un cristiano, Justino, se enfrenta al judío mencionado en el título de la obra. Los dos interlocutores, enfrascados en la discusión, se dedican duras palabras. No obstante, al despedirse, lo hacen en términos amables. Trifón asegura que ha disfrutado con el debate y Justino le responde que le hubiera gustado repetir la pugna dialéctica si no tuviera que iniciar un viaje. 

Contra los paganos, los cristianos han de ser especialmente cuidadosos. Saben que se enfrentan a rivales muy formados, herederos de la gran tradición cultural de Grecia y Roma. Por eso insisten en darle la vuelta a una de sus mayores habilidades, el uso de la retórica, y presentarla como un defecto. La elocuencia sería un sinónimo de mentira, el arte propio de los que saben oscurecer la verdad a través de la palabra. En realidad, como señala Torres Prieto, este rechazo de la oratoria es un recurso oratorio en si mismo. Los apologistas cristianos, aunque digan que se expresan con sencillez, conocen muy bien todos los recursos literarios. Los utilizan con eficacia para argumentar sus principios y rebatir las críticas de sus adversarios. Cuando estos les dicen que carecen su fe es demasiado reciente, ellos replican que la antigüedad de sus letras es mucho mayor. El hecho es que pueden hacerlo porque la suya es una religión que también reconoce como propio el Antiguo Testamento. 

Los paganos, a su vez, aseguraban que el cristianismo se basaba en unos relatos, los Evangelios, por completo inventados. A su juicio, no respondían a la verdad y ni siquiera ofrecían una visión coherente.  

Quedan, por último, la literatura dirigida contra los herejes. La Iglesia primitiva, al dirigirse a la opinión pública, pretende dejar claro quienes son los auténticos seguidores de Jesús y quienes no pasan de imitaciones fraudulentas. Se trata, por tanto, de enseñar a distinguir en quién se puede confiar y en quién no. El combate contra las diversas sectas debió ser prioritario frente a otro tipo de polémicas, a juzgar por la mayor abundancia de los títulos antiheréticos. Se definió así una línea ortodoxa de la que excluyó todo lo que se consideraban desviaciones. Esta era una cuestión que tenía que ver con lo doctrinal pero también con lo disciplinario, puesto que las autoridades eclesiásticas no estaban dispuestas a tolerar la heterodoxia.

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