Hay una frase que se repite como un mantra cada vez que un hombre es denunciado por violencia machista: “Las denuncias falsas existen”. Es casi una pieza de folclore: se transmite de tertulia en tertulia, de cuñado en cuñado y de abogado defensor en abogado defensor, como si fuera un conjuro protector para esquivar responsabilidades, e incluso aparece en algún libro reciente que está causando un daño enorme al discurso social y a la percepción pública de las mujeres maltratadas.
Es curioso cómo ciertos autores, después de “once años de investigación”, logran pasar por alto justamente lo que más abunda en los juzgados: las denuncias instrumentales (o falsas) de los agresores. Con tanto tiempo dedicado a estudiar el tema, cabría esperar que alguien se hubiera asomado también a ese lado del expediente, pero ya se sabe… cuando una conclusión ya está escrita antes de empezar, la realidad estorba.
Porque si miramos los datos —los de verdad— la cosa cambia. La Fiscalía General del Estado y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) coinciden año tras año en que las denuncias falsas en violencia de género son un fenómeno estadísticamente irrelevante. Mientras tanto, cada año se presentan entre 150.000 y 200.000 denuncias por violencia machista en España. La distancia entre la realidad y el mito no podría ser mayor: la violencia es masiva; las denuncias falsas, residuales. Un porcentaje tan minúsculo que necesitaría microscopio electrónico y mucha imaginación para convertirse en un “problema social”.
Pero hay algo de lo que se habla mucho menos —porque ahí sí hay datos, advertencias institucionales y una tendencia preocupante: las denuncias instrumentales que agresores interponen contra sus exparejas como estrategia de defensa, asesorados, en muchos casos, por abogados que han convertido la contra-denuncia en una especie de kit de supervivencia judicial masculino.
Este fenómeno no es nuevo. Los primeros indicios de su uso comenzaron a detectarse en los juzgados ya en los primeros años de la Ley Integral de 2004, y a partir de 2010–2012 fiscales y abogadas empezaron a advertir públicamente de su crecimiento, describiéndolo como una maniobra destinada a generar confusión y simular una falsa simetría. A partir de 2015 la práctica se normalizó hasta el punto de aparecer de forma recurrente en la formación judicial y policial, y entre 2018 y 2022 la Fiscalía General del Estado reconoció su expansión como un patrón consolidado de defensa, cada vez más habitual entre hombres denunciados por violencia de género.
En numerosos casos, basta la mera declaración del denunciado para que el juzgado active un nuevo proceso sin testigos, sin contexto y sin pruebas materiales que lo sustenten. En este escenario, la igualdad procesal, lejos de ser una realidad, se revela como una peligrosa ficción jurídica. La mayoría de estas contra-denuncias son archivadas por falta de indicios. Un porcentaje tan abrumador no describe un conflicto real, sino una estrategia calculada para generar ingeniería del ruido.
Los datos disponibles muestran que una parte significativa de las denuncias cruzadas interpuestas por hombres tras ser denunciados por violencia de género acaban archivadas por falta de indicios. Pero lo más revelador es que no existe una estadística oficial que permita saber cuántas son ni cuál es su alcance real. El CGPJ no registra las contra-denuncias como categoría propia, de modo que este fenómeno queda oculto en los agregados generales. Esta ausencia de medición no significa que no exista; significa, más bien, que el sistema todavía no lo mira, permitiendo que una táctica procesal cada vez más extendida permanezca fuera del radar institucional y sin una evaluación rigurosa de su impacto en la vida de las víctimas.
Ese trabajo, tan celebrado, podría haberse detenido también en las denuncias instrumentales, es decir, en las denuncias falsas de los maltratadores.
La estrategia del espejo: "Si me denuncias, te denuncio"
Cuando un hombre es denunciado por violencia de género y responde presentando una denuncia contra la mujer —casualmente en las horas o días inmediatamente posteriores— no estamos ante una coincidencia estadística ni ante una súbita revelación. Estamos ante una táctica de manual: intentar generar dudas, crear simetrías falsas y transformar al agresor en víctima para enturbiar el proceso.
La Fiscalía General del Estado ha advertido repetidamente de este patrón. Señalan que se trata de la instrumentalización del proceso penal para presionar, intimidar o desgastar a la víctima. Es una forma de desplazar el foco, de introducir ruido y de intentar neutralizar las medidas de protección que podrían aprobarse a favor de la mujer. Mientras tanto, organismos oficiales, organizaciones de juristas, asociaciones de mujeres y equipos psicosociales lo vienen documentando y denunciando desde hace años: la contra-denuncia es, en muchos casos, otra forma de violencia, una prolongación del control ejercido previamente, ahora usando el juzgado como escenario.
Los números no acompañan al mito (y eso molesta)
Las sentencias firmes por denuncias falsas en el ámbito de la violencia de género son mínimas, residuales, prácticamente anecdóticas. Sin embargo los rangos oficiales de denuncias por año publicados por la Fiscalía son de cerca de 200.000 denuncias anuales en los últimos años. Un volumen que desmonta por sí solo la caricatura de una sociedad “asediada por denuncias falsas”.
Las renuncias a continuar con el proceso judicial siguen rondando el 10 %, casi siempre por miedo, dependencia económica, presión familiar o agotamiento emocional. Que una denuncia no llegue a juicio o no termine en condena no significa que sea falsa: significa, a menudo, que demostrar el maltrato en un sistema jurídico que exige pruebas casi imposibles es una carrera cuesta arriba.
La narrativa de la “mujer vengativa que denuncia para fastidiar” se mantiene porque es útil para quienes quieren deslegitimar el sistema de protección, para quienes desean sembrar miedo en las víctimas, para quienes prefieren imaginar un complot antes que admitir algo tan incómodo como que la violencia machista sigue siendo estructural.
Cuando la ley se usa para seguir haciendo daño
Las mujeres que sufren estas contra-denuncias hablan de un cansancio que no tiene nombre. A la agresión inicial se suma el proceso judicial doble, la sospecha social, las dudas alimentadas por una falsa neutralidad que pretende equiparar lo que no es equiparable. Ellas se ven obligadas a defenderse de algo que no han hecho, mientras su agresor intenta recomponer su propio relato: “si ella también está denunciada, entonces ya todo es confuso, todo es relativo”. Relativo para él; devastador para ella.
Esto sí existe
Existen los hombres que son denunciados por maltrato. Existen los abogados que les recomiendan “defenderse atacando”. Existe la estrategia de la contra-denuncia. Existe la advertencia de Fiscalía. Existe el daño psicológico, económico y social que esto produce en las víctimas. Y existen los datos: las contra-denuncias masculinas son un patrón reconocido, creciente y documentado; las denuncias falsas femeninas, en cambio, no pasan del margen microscópico.
Lo que no existe —al menos no en las proporciones delirantes que algunos quieren vender— es ese océano de denuncias falsas femeninas que justificaría poner en duda cada testimonio de violencia. El mito sigue ahí. La evidencia también. La diferencia es que una salva vidas y la otra las pone en peligro.
Y, por si quedaba alguna duda: Quizá ya va siendo hora de exigir que estas cifras —las que sí muestran cómo opera la violencia procesal— aparezcan de una vez en las estadísticas oficiales. Porque sin datos no hay protección, y sin protección no hay justicia.


