La fotografía emocional de la juventud española en 2025 llega con un mensaje tan claro como inquietante: la soledad no deseada se ha consolidado como una de las principales fuentes de malestar, incluso en un contexto en el que otros indicadores de salud mental muestran cierta mejoría. Así lo recoge el Barómetro Juventud, Salud y Bienestar 2025, elaborado por la Fundación Mutua Madrileña y Fad Juventud a partir de una encuesta online a 1.511 jóvenes de entre 15 y 29 años.
Una soledad que crece a pesar de todo
Entre 2023 y 2025, la proporción de jóvenes que afirma haber sentido soledad no deseada ha pasado del 81,6% al 87,5%, una subida que confirma una tendencia creciente y sostenida. Nueve de cada diez jóvenes la han experimentado en el último año —una cifra que prácticamente abarca a toda la población— y un 26,5% declara vivirla con frecuencia.
El dato contrasta con la mejora general del bienestar físico y mental que también recoge el informe. Esta paradoja apunta hacia el carácter estructural del problema: una soledad que no necesariamente deriva de crisis personales, sino de cambios más profundos en las dinámicas sociales, tecnológicas y relacionales.
Menos ideación suicida, pero cifras aún alarmantes
En paralelo, el estudio constata un descenso en la ideación suicida respecto a ediciones anteriores. En 2025, un 43% de los jóvenes afirma haber tenido pensamientos suicidas alguna vez, frente al 48,9% registrado en 2023. Además, un 7,6% admite haberlos experimentado con frecuencia. En el análisis de la salud de los niños y jóvenes, el informe señala que el riesgo suicida es más del doble en el caso de las chicas que de los chicos (10,1 % y 4,3 %).
Aunque el descenso es significativo, las cifras siguen siendo preocupantes, especialmente entre los menores de 20 años, donde la vulnerabilidad emocional continúa siendo mayor. El informe recuerda que la ideación suicida no responde únicamente a crisis graves de salud mental: a menudo es el resultado de una combinación de factores como el estrés académico, la presión social, la incertidumbre vital y, de nuevo, la soledad.
Un reto para la salud pública
El crecimiento de la soledad no deseada entre jóvenes plantea desafíos complejos. No se trata solo de un sentimiento individual, sino de un fenómeno social que afecta a la cohesión, al desarrollo personal y a la participación comunitaria. La desconexión emocional convive con una hiperconexión tecnológica, lo que apunta a una contradicción que merece un análisis profundo.
Las organizaciones impulsoras del barómetro subrayan la importancia de reforzar los espacios de socialización, las políticas de salud mental preventiva y las iniciativas que fomenten relaciones significativas. El reto no es solo reducir la soledad, sino crear entornos donde la juventud pueda construir vínculos estables, seguros y de calidad.
Un futuro con luces y sombras
El nuevo barómetro ofrece una visión dual: por un lado, signos de mejora en ámbitos tradicionalmente problemáticos para la juventud; por otro, la persistencia —y el aumento— de un malestar silencioso que se vive en privado. La soledad no deseada emerge como uno de los grandes desafíos de esta generación, una llamada de atención para instituciones, familias y sociedad en general.
La tendencia es clara: la salud mental no se explica solo por la ausencia de sufrimiento, sino también por la presencia de conexiones humanas reales.
Reflexión
Lo que revela el Barómetro no es solo un conjunto de indicadores sobre la juventud, sino un espejo de la sociedad que estamos construyendo. La soledad no deseada, lejos de ser un problema individual, funciona como un termómetro que mide la calidad de los vínculos en una época de cambio acelerado.
Vivimos en un contexto donde las generaciones más jóvenes tienen más acceso que nunca a herramientas de comunicación, pero menos oportunidades reales de conectar de manera profunda. Las interacciones digitales, útiles y omnipresentes, no siempre suplen la necesidad humana de pertenencia, apoyo y cercanía. Se amplifica así una paradoja: la sociedad más conectada de la historia es también una de las que más soledad reporta.
En este sentido, el aumento de la soledad no deseada puede interpretarse como la expresión emocional de un mundo donde las relaciones se vuelven más frágiles, las trayectorias vitales más inciertas y las expectativas más exigentes. La presión por “rendir” —académica, laboral, socialmente— convive con un déficit de espacios en los que compartir vulnerabilidades sin miedo al juicio.
La mejora en la ideación suicida, aunque alentadora, no debería llevarnos a la complacencia. Una sociedad que normaliza que casi nueve de cada diez jóvenes se sientan solos en algún momento del año es una sociedad que tiene todavía un desafío colectivo que resolver. La soledad no es solo un sentimiento: es un indicador de cohesión, de bienestar comunitario, de salud emocional compartida.
El reto, por tanto, no es únicamente intervenir cuando la salud mental se ha deteriorado, sino tejer redes: educativas, culturales, vecinales, digitales y presenciales. Redes que permitan que los jóvenes encuentren apoyo, pertenencia y acompañamiento. Redes que les permitan construir identidad sin sentirse aislados en ese proceso.
Quizá sea el momento de cambiar la pregunta: en lugar de interrogarnos únicamente sobre cuánto mejoran o empeoran los indicadores, deberíamos preguntarnos qué tipo de sociedad queremos que experimente esta generación. Una en la que la soledad se viva en silencio, o una en la que las conexiones humanas vuelvan a situarse en el centro.
