La reciente decisión del Estado de Florida, en Estados Unidos, de eliminar la obligatoriedad de las vacunas infantiles ha reavivado un debate que, en España, parecía resuelto: el de la vacunación como herramienta esencial de salud pública frente a la creciente desinformación y los discursos negacionistas. Si bien en nuestro país las vacunas no son obligatorias, su aceptación generalizada y las altas tasas de cobertura son el reflejo de algo más profundo: un entorno de confianza institucional y sanitaria que hoy, más que nunca, debe ser protegido.
El anuncio realizado esta semana por el gobernador de Florida, Ron DeSantis, y su responsable de Sanidad, Joseph Ladapo —quien llegó a comparar las vacunas obligatorias con la esclavitud— es un paso atrás con consecuencias peligrosas en un entorno, donde según los Centros de Control de las Enfermedades (CDC), solo en Estados Unidos se previenen anualmente unos 20 millones de casos de enfermedades y decenas de miles de muertes gracias a la vacunación infantil.
Hay que decir que en julio Robert F. Kennedy, secretario de Salud de la Administración de Donald Trump, despidió a los 17 miembros de la comisión asesora de vacunas, un órgano hasta entonces estrictamente apolítico, donde la mitad de ellos han sido sustituidos por nombres célebres en los grupos contrarios a estas inmunizaciones. Y hace dos semanas, la Casa Blanca cesó a Susan Monarez, la directora de los CDC por la negativa de ella a aceptar directrices sobre vacunas no respaldadas por la ciencia. Es evidente que la popularidad de las vacunas está disminuyendo, al derrumbarse la barrera entre la ciencia y la ideología.
La erradicación del sarampión, la poliomielitis o las infecciones crónicas de hepatitis B en amplias zonas del país son prueba del impacto positivo de estas campañas. Y no solo para Estados Unidos. Lo que empieza como una decisión de un país puede tener efectos globales, especialmente en un mundo hiperconectado donde los mensajes antivacunas viajan más rápido que los virus.
España, entre la confianza y la amenaza latente
En España, las vacunas infantiles no son obligatorias, pero sí ampliamente recomendadas por el sistema sanitario público. La diferencia es clave: aquí la confianza ciudadana ha hecho innecesaria la imposición legal. Padres y madres acuden a los centros de salud no porque se les obligue, sino porque creen en la medicina preventiva, en la ciencia y en el criterio profesional de pediatras, médicos de familia y enfermeras.
Ese consenso, sin embargo, no es inquebrantable. La pandemia del covid-19 dejó heridas en la relación entre ciencia, política y ciudadanía. A pesar de la alta cobertura de vacunación contra el coronavirus, también se multiplicaron los discursos de desconfianza: desde teorías de la conspiración hasta la banalización de la inmunización. La estrategia comunicativa errática de algunos gobiernos, sumada a la desinformación en redes sociales, ha erosionado parcialmente ese entorno de confianza que tanto ha costado construir.
Lo que ocurre en lugares como Florida no es ajeno a nuestro contexto. Los mensajes antivacunas que allí se validan desde las instituciones pueden acabar filtrándose en España a través de canales digitales, influencers, grupos organizados o incluso partidos políticos como VOX que ya han coqueteado con discursos negacionistas.
Vacunas: un bien común, no un debate ideológico
Las vacunas no son una opinión. Son una herramienta científica probada durante décadas, responsable de la erradicación o control de enfermedades que antaño causaban miles de muertes o secuelas graves. Sarampión, polio, difteria, hepatitis B, rubéola… son nombres que hoy suenan lejanos en España, precisamente gracias a campañas de vacunación masiva y sostenida.
Como recuerdan desde la Asociación Española de Pediatría, “la inmunización no protege solo al individuo, sino a toda la comunidad”. El concepto de inmunidad colectiva es vital: cuando una amplia mayoría está protegida, se protege también a quienes no pueden vacunarse por razones clínicas.
Por eso, lo que está en juego no es una decisión individual, sino una responsabilidad colectiva. La falsa dicotomía entre “libertad personal” y salud pública, que empieza a imponerse en algunos sectores en Estados Unidos, no debe calar en Europa, y mucho menos en España.
Un modelo que debemos defender
Nuestro país ha construido un modelo de vacunación ejemplar basado en la confianza, la gratuidad, la cercanía del sistema sanitario y el compromiso de los profesionales. Pero ese modelo, aunque sólido, no es inmune. Importar modelos como el de Florida, donde la desinformación se valida desde cargos públicos, sería abrir la puerta a brotes evitables y al retroceso sanitario.
La mejor vacuna contra esta tendencia es doble: por un lado, seguir apostando por una comunicación clara, honesta y basada en evidencia desde las instituciones; y por otro, reforzar el vínculo de confianza entre la ciudadanía y el sistema público de salud.
Las vacunas han salvado más vidas que ninguna otra intervención médica en la historia. Perder eso por motivos ideológicos sería, literalmente, una enfermedad autoinfligida.
La clave está en la confianza, no en la coerción. Pero también es necesario advertir: cuando desde las instituciones se lanzan mensajes contradictorios, el efecto puede ser devastador. Estamos ante una regresión peligrosa que puede costar vidas.
La salud pública debería ser un espacio de consenso basado en la ciencia y la protección colectiva. Lo que está en juego no es solo la política sanitaria de Florida, sino la inmunidad de toda una generación.
