El suicidio se ha convertido en una de las grandes emergencias de salud pública en España. Aunque las cifras globales del país siguen por debajo de otros entornos occidentales, la realidad en la adolescencia está cambiando con rapidez y de manera preocupante. En los últimos años, los suicidios, intentos y autolesiones entre menores han crecido de forma sostenida, con un aumento especialmente marcado entre las chicas de 15 a 19 años. Lo que antes era una excepción estadística se está transformando en un fenómeno estructural.
Un problema que crece, especialmente entre ellas
Los datos más recientes muestran que España registró en 2023 más de 4.100 suicidios; 354 correspondían a jóvenes de 15 a 29 años y 10 eran menores de 14. Entre los 15 y los 19 años, las cifras masculinas siguen siendo algo superiores, pero ya solo por un margen muy estrecho: 37 chicos frente a 29 chicas. Esta casi convergencia rompe un patrón histórico —ellas tenían tradicionalmente la mitad de suicidios consumados que ellos— y señala un cambio profundo en el malestar emocional.
A la par, los indicadores indirectos son aún más alarmantes: casi un 30 % de adolescentes declara haberse autolesionado el último año; los ingresos hospitalarios por conductas suicidas se han multiplicado por cuatro en dos décadas y más del 70 % corresponde a chicas. Y según los registros más recientes, los suicidios en jóvenes de 15 a 19 años crecieron un 20 % en 2024.
Soledad, fragilidad emocional y vidas digitales que pesan
Los estudios coinciden: la soledad sostenida, la pérdida de referentes afectivos, la dificultad para regular las emociones y la presión social y digital están moldeando una generación más vulnerable. Cerca del 40 % de jóvenes reconoce sentirse solo de manera recurrente. Este malestar no es homogéneo: en las chicas, la sensación de desgaste emocional duplica a la de los chicos y se expresa en ansiedad, impulsividad, desesperanza o autocrítica extrema.
A ello se suma el impacto de un entorno digital que actúa como amplificador del sufrimiento. Redes sociales y plataformas de contenido, donde la comparación y la búsqueda de validación son continuas, se han convertido muchas veces en sustitutivos afectivos. La tecnología no genera por sí sola las conductas suicidas, pero cuando las redes de apoyo reales fallan, sí multiplica la desconexión y agrava el aislamiento.
Casos que conmocionan y evidencian la urgencia
La reciente muerte de dos adolescentes en un parque de Jaén, sin signos de violencia externa, ha vuelto a encender las alarmas. Uno de sus centros educativos había activado un protocolo de autolesiones con una de las menores. Son episodios que recuerdan que detrás de cada estadística hay una historia que tal vez no encontró los apoyos que necesitaba a tiempo.
Lo que nos estamos jugando: escuchar, preguntar bien, acompañar
Las investigaciones y las guías de intervención coinciden en un mensaje central: hablar de suicidio no provoca suicidio. Lo que provoca daño es el silencio. La serie Las Once Vidas de El Mundo ha subrayado con fuerza que preguntar bien protege, mientras que evitar el tema o abordarlo desde el juicio solo profundiza el riesgo.
Los especialistas resaltan tres principios fundamentales:
1. La presencia adulta es un factor protector: El primer paso no es interrogar, sino generar un espacio seguro. El adolescente necesita sentir que quien lo recibe no lo evalúa, sino que lo acompaña. Una conversación breve sobre aspectos cotidianos puede abrir la puerta a verbalizar algo más profundo.
2. Preguntar con cuidado y sin miedo: Guías recientes recomiendan explorar áreas sensibles —soledad, desesperanza, consumo de sustancias, impulsividad, cambios de conducta, exposición a autolesiones en su entorno— con preguntas abiertas, sin dramatizar, sin minimizar y sin transmitir alarma. Preguntar permite poner nombre al sufrimiento y evita que crezca en silencio.
3. Validar el malestar, no restarlo: Mensajes como “no es para tanto”, “tienes que ser fuerte” o “todos pasan por eso” cierran la comunicación. En cambio, reconocer el esfuerzo de quien habla, devolverle con palabras claras lo que ha expresado y explicarle qué pasos seguirán es protector. El objetivo no es resolverlo todo, sino transmitir que no está solo y que hay adultos capaces de sostenerle.
Entender el riesgo: factores que se entrelazan
Expertos en salud mental señalan que el suicidio adolescente rara vez responde a un solo desencadenante. Lo habitual es una combinación de:
• Soledad emocional y falta de apoyo significativo.
• Dificultades de regulación emocional y salud mental (ansiedad, depresión, frustración constante).
• Impacto digital: exposición a contenidos autolesivos, acoso, comparación permanente.
• Estresores recientes: conflictos familiares, rupturas, humillaciones, fracaso escolar o pérdidas afectivas.
• Estigma: vergüenza, miedo a molestar, a parecer débil o a ser ridiculizado.
• Modelos cercanos de autolesión o suicidio, que pueden generar normalización o contagio social.
Muchos adolescentes sostienen un equilibrio frágil hasta que un detonante concreto lo quiebra.
Qué hacer: un plan colectivo y urgente
La prevención no depende de un único actor. Requiere un trabajo coordinado entre instituciones, familias, escuelas, profesionales sanitarios y comunidad. Las medidas que los expertos consideran prioritarias incluyen:
• Refuerzo de la salud mental pública, con recursos estables para infancia y adolescencia.
• Más psicólogos y orientadores en los centros educativos y formación específica para profesorado.
• Educación emocional desde edades tempranas.
• Protocolos claros de detección y actuación ante señales de riesgo.
• Acompañamiento familiar basado en la escucha, no en el control.
• Uso crítico y responsable de la tecnología y desnormalización de contenidos autolesivos.
• Reducción del estigma: hablar de sufrimiento debe ser permitido, protegido y comprendido.
Conclusión: no es una ola pasajera, sino un cambio profundo
El repunte del suicidio adolescente en España —y el crecimiento especialmente intenso entre las chicas— no puede explicarse como una consecuencia temporal de la pandemia. Es el reflejo de un malestar estructural que afecta a las formas de relacionarse, a la gestión emocional y a la construcción de identidad en un mundo hiperconectado, rápido y exigente.
Ante una crisis silenciosa, lo peor es mirar hacia otro lado.
La prevención no comienza en los hospitales, sino en la vida diaria: en una profesora que pregunta con delicadeza, en un amigo que escucha, en una familia que acoge, en instituciones que cuidan y en una sociedad que entiende que abrir el diálogo salva vidas.
Porque cada adolescente que se atreve a contar su dolor necesita una respuesta clara: “No estás solo. Vamos a acompañarte. Tu vida importa”.


