Hace unos días vi por las calles a unas jóvenes que iban con unos carteles que decían: El camino más corto entre dos personas es una sonrisa. Repartían sonrisas de papel y les asombraba que la gente les quisiera dar dinero. Yo experimento diariamente la cercanía entre las personas, soy sonreído constantemente y regalo mi sonrisa a diario todo lo que puedo. Hay una especie de mini epidemia entre muchas personas que, sin haberse puesto de acuerdo, han descubierto la alegría o ya la tenían de antes y la siguen regalando. De paso, esa alegría que regalan se la regalan a sí mismas al mismo tiempo.
Pero volvamos a la intervención urbana de ese grupo de jóvenes adultas, estudiantes, que se ponen en marcha hacia las calles porque han comprendido que no hay tanta alegría como pudiera parecer. La pandemia, en mi opinión, tuvo dos grandes momentos y un elemento inquietante. El primer gran momento fue el del shock que dio paso a la solidaridad, el relajo, el sentirse seres humanos y juntøs. El segundo gran momento fue el cansancio, que yo creo que espoleado por una propaganda calculada que nos empujaba a tener que salir del letargo económico que suponía la pandemia y que nos lanzaba a desear recuperar el pasado, algo imposible, y a dar por finalizada la pandemia en nombre de la economía y del dinero. Si el primer gran momento dejaba observar a las personas la vida enfermiza que llevábamos antes de la pandemia, y pensar en la posibilidad de dar un golpe de timón para hacerlo todo más humano, el segundo gran momento borraba cualquier intento de observación crítica o de deseo de cambio y embotaba los ojos y el corazón con el deseo de vuelta desesperada al pasado.
El elemento inquietante fue el momento policía que convirtió a vecinos en denunciantes o en protestones. Ahora, con la pandemia derogada por decreto, aunque la infecciones sigan aumentando, los hospitales hagan su trabajo en silencio como si no existiera y las colas en los puestos de test vuelvan a alargarse, también han regresado las fiestas en casas, calles y jardines, lo que se ha convertido un problema del que se habla cada vez más y se vuelve más llamativo.
Los denunciantes han comenzado su renacimiento, de nuevo, con los peligros que ello conlleva. El sábado pasado estaba yo invitado a una fiesta, una fiesta divertida, un reencuentro con personas a las que había perdido de vista por la pandemia o más, una ocasión de volver a ver a gente linda y disfrutar tranquilamente, pero a las doce en punto de la noche de un sábado, después de dos años largo de silencio, llegó la policía avisada por un vecino y todo se acabó. En el puente del puerto viejo hay carteles que exigen que a partir de las diez haya silencio, en un barrio lleno de bares, terrazas, restaurantes y una discoteca, donde viven pocos vecinos que han llegado en el último tiempo para vivir en un barrio pintoresco, en casas recién restauradas y carísimas. Un barrio que es el barrio de la juerga desde tiempos inmemoriales. El bridging, ese movimiento urbano que no es una borrachera organizada, nada tiene que ver con el botellón, sino un modo de ganar el espacio urbano de un barrio maravilloso, de forma no comercial y espontánea, está siendo constantemente denunciado también. Por supuesto que ocurren cosas, dónde no, otra cosa es exagerarlas.
Los comentarios que ganan espacio es que haya personas dispuestas a convertir la ciudad en una capital del aburrimiento, que quieran imponer su estilo de vida los denunciantes. Hay quien habla de que es la envidia la que llevaría a esos denunciantes a impedir que otros se diviertan, mientras ellos mismos se aburren. Envidia, es la palabra más repetida. Precisamente para combatir esa envidia se inventó la invitación al vecindario a las fiestas y así ahorrarse que la aguaran los alguaciles. Pero no siempre se puede invitar a todo el vecindario presuntamente afectado, en primer lugar. O no necesariamente es la ocasión para hacerlo. Por eso existió siempre eso de la buena vecindad, el hoy por ti y mañana por mí. El problema es que hay almas que no calculan un mañana para ellas mismas y quieren gobernar las del resto para que sean como las suyas propias: amojamadas.
Las fachadas renacentistas que tienen nuestra ciudad, además de ser ornamentales, espléndidas y atractivas son el cuento de la casa en la que están y contienen elementos de cultura que hemos perdido y es una pena. La estructura se repite. En lo más alto están representadas las virtudes a las que aspiran los moradores. En un nivel más bajo el retrato idealizado de los moradores mismos. Más abajo, y bien a la altura de la vista, dos muecas, una a cada lado del umbral de la puerta. Son dos máscaras puestas ahí para espantar a los malos espíritus, es la mueca para asustar a Envidia y a todos sus portadores; así se llama en alemán, Neidkopf, una máscara puesta en la puerta para ahuyentar o advertir de que el odio, la ira y la envidia se queden fuera, porque no van a ser bien recibidos.
Quizá deberíamos retomar la tradición de que en los portales de nuestras casas cuelguen máscaras y sean una sonrisa.
