En medio de la Tierra

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Thomas Cole - “El curso del imperio. Desolación” (1836).
Thomas Cole - “El curso del imperio. Desolación” (1836).

Aprovecho un periplo mediterráneo, literario como caminero, para lanzar al aire algunas reflexiones sobre lo que significa nacer en lo que medio mundo refiere como el medio de la Tierra.

Me agradó la lectura de El Mediterráneo y los bárbaros del norte, de Luis Racionero. En los años 80 la diosa Europa ya andaba secuestrada por los hábitos y manías de los hijos de la escarcha, y un ensayo que identificara a los pueblos sureños con la civilización y a los boreales con la barbarie pedía a gritos ser escrito, aunque quizás de otra manera. El argumento principal viene a ser que las grandes  “civilizaciones” se maridaron en climas cálidos, en parte por la fertilidad y abundancia de la tierra, en parte por factores inopinados como la luminosidad a los ojos o un paisaje que invita a la abstracción. Debido a su amor por la paz y su dedicación a los vuelos del espíritu, estas culturas avanzadas se vieron invadidas por pueblos salvajes y primitivos venidos del norte (los arios en la India dravídica, los dóricos en la cultura cretense, los romanos en Etruria, los castellanos en Al-Ándalus) pero han conseguido con el tiempo civilizar a sus bárbaros invasores y, en cierto sentido, a lo largo de la historia los continúan civilizando: Italia lega a Europa el Renacimiento, Grecia su mito fundacional, Provenza el amor cortés, Andalucía el refinamiento del Islam en su edad de oro...

El sureño, sin embargo, será denostado por sus invasores una vez estos se encuentren debidamente aculturados. El salvaje guerrero olvidará su pasado, atenuará la influencia que sobre él pesa y justificará su posición de dominio acusando a sus maestros de laxitud, lo que en el caso del mediterráneo oculta moderación en todas las cosas frente al exceso inmoral del nórdico (pese a que españoles o italianos no es que figuren en el imaginario colectivo como paradigmas de moderación...). En cierto modo, este argumento no escapa de una caracterización cara a los colonialistas de todo tiempo y lugar: el nativo es blando, pasivo, afeminado, incapaz de emular la disciplina y la productividad de su invasor. Sólo que ahora esa blandura se mira con luz positiva. Se sugiere que si  los norteños sólo saben trabajar y producir como máquinas, incapaces por lo obtuso de su mentalidad y lo atrofiado de su sensibilidad de apreciar las alegrías de la vida y la compañía de los otros, pues que trabajen ellos y, si es posible, por todos. Ciertamente, a estas alturas de la depresión económica es lo que hacen.

A menudo los amantes de las "antiguas civilizaciones" identifican civilización, en el sentido rudimentario de puertos, caminos y canales, con civilidad y civismo, dados a aparecer, en mi opinión, más en asentamientos pequeños donde todo el mundo conoce a todo el mundo que en los grandes núcleos urbanos. Cuando Tácito se maravillaba de que los piadosos germanos no encerraran en templos a sus dioses, Edward Gibbon, autor de la monumental Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, se preguntaba, con británico retintín, cómo podrían hacerlo si aquellos bárbaros apenas disponían de chozas. Sin embargo, poca sangre hace falta derramar para construir una choza, en comparación con la que precisan una basílica o un acueducto. Visto así, el precio de la "civilización", entendida como urbanidad e ingeniería, bien puede ser el civismo. No creo que se pueda defender por principio aquella superioridad cultural del sur, de cualquier sur; lo que, por cierto, huele a condescendiente política de discriminación positiva, cuando no a verdadera ojeriza hacia esta o aquella superpotencia. Gracias a Dios los racistas se equivocan y el genio humano puede brotar en cualquier lugar, o, incluso, brotar en todos los lugares de diversas formas. Otra cosa es que la proximidad cultural nos fuerza a evaluar más generosamente aquellas formas que nos son familiares.

No voy a negar que la gente más extraña, exótica e incomprensible que he conocido es, con diferencia, la de algunos países del norte de Europa. Aunque con un iraní, un senegalés o un laosiano debería de tener, en teoría, menos temas de conversación, se me antoja más probable que rompa en amigable conversación con ellos antes que con un viandante cualquiera de Moscú o de París, donde viví hace años. ¿De qué nos sirve que ambos hayamos leído a Dickens o escuchemos a Bach si no compartimos un código comunicativo? Ahí se empiezan a desvelar los trapos sucios del europeísmo... Ello según mi experiencia, tan falible como todas y que además, para enraizar mejor el prejuicio, me predispone progresivamente a evitar ciertas latitudes con una determinación que incluso a mí me asombra.

La rara hibridación de cultura clásica y hebraica que se dio en el viejo Mediterráneo es la base oficial de la olla podrida occidental, o de la fábula que se cuenta a ella misma en pos de la cohesión identitaria. Pero medirnos con su rasero es una estafa. La Biblia habla de maldiciones genealógicas, la aristocracia de todas las épocas, de virtudes genealógicas. Y sin embargo, tales cadenas de transmisión nos parecen hoy un pelín excesivas. ¿No serán las civilizaciones, también,  un abuso de lo la genealogía? ¿De qué nos sirve ser descendientes del sabio, de los sabios, si no lo somos nosotros, si nadie ya lo es?

Sólo, en sentido legítimo, para inspirarnos un modelo de perfección que contraste con la mediocridad de nuestra atmósfera asfixiante, uno que podamos meternos bien dentro de las tripas y no soltar ni a la hora del martirio.

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