En defensa de los dioses

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Miniatura de finales del s. XIX que representa a Vishnu y su fiel Lakshmi reposando sobre el océano de los fenómenos.
Miniatura de finales del s. XIX que representa a Vishnu y su fiel Lakshmi reposando sobre el océano de los fenómenos.

“Los dioses no han muerto: lo que murió fue nuestra visión de ellos. No se fueron: los dejamos de ver. O cerramos los ojos o entre ellos y nosotros una niebla se interpuso. Subsisten, viven como siempre han vivido, con la misma divinidad y la misma calma”. Ricardo Reis, O regresso dos deuses.

 

Parte de la generación de mis padres se peleó con las religiones, culpándolas sistemáticamente del memorial de agravios contra aquel cristianismo que tanto les había defraudado. Algunos adelantados quisieron contraponerle lo más exótico que conocían, proclamando la superioridad de los credos orientales, céltico-paganos o amerindios en una visión romántica de dudosas fuentes. En mi caso, me crié simplemente fuera de la esfera de influencia de cualquier religión, aunque con materiales a mi disposición para empezar a apreciar la pluralidad de tradiciones del mundo. Y, si me preguntan mi opinión, identifico tantas vías diferentes hacia la trascendencia dentro de cada una de las religiones tradicionales como entre las formas de realización seculares, del estilo del arte, la utopía o la fortuna social .

Me entristece ver que en las nuevas generaciones persiste todavía el espíritu de una lucha que se me hace cansina e infructuosa. Menos mal que poco a poco va creciendo el número de personas que se sienten capaces de empatizar con los miles de millones que en este planeta guían el grueso de sus vidas por pautas que podríamos denominar religiosas. Quizás nos vamos concienciando de la insignificancia numérica de quienes no disfrutamos de una religión escogida de antemano para nosotros, en contraposición al resto de la población mundial. O nos hemos percatado de que, aunque los que continúan en su burbuja se jactan de la progresiva secularización de esta sociedad (pues erróneamente identifican a la religión con un credo singular y monolítico), en nuestras ciudades se abren cada mes nuevas tiendas de libros, amuletos, terapias y objetos “esotéricos” donde, fieles al espíritu de los tiempos, se hibridan las más diversas tradiciones del mundo: de Quetzalcoatl a Ganesha, pasando por el Arcángel San Miguel o la mano de Fátima, en un conjunto altamente sincrético, sí, pero al menos no tan hipócritamente camuflado como el sincretismo de las confesiones tradicionales.

Si identificamos modernidad y materialismo pasaremos por alto que el cambio social suele surgir desde dentro e ir acompañado de una renovación, y no necesariamente la erradicación, de las creencias existentes. Esa sensación de que los occidentales, cultura superior, tenemos la responsabilidad mesiánica de ir a salvar a los ignorantes del resto del mundo, con nuestras ideas, nuestras instituciones o nuestra ayuda humanitaria, colma sin duda nuestra autoestima pero nos dificulta explicar el desarrollo capitalista de los países del golfo pérsico, el incremento de las dotes en el nuevo consumismo surasiático o que Turquía tuviera en los años treinta un discurso político más secularista que los Estados Unidos de América hoy.

No son pocos los que opinan todavía que el socialismo, el liberalismo o el feminismo no pueden ser evangélicos, arábigos o indigenistas, y aun que es preferible una secularización masiva, incluso a manos de la globalización capitalista, que siente los cimientos del aséptico modelo eurocéntrico que predijeron algunos viejos pensadores. No estaría mal darse cuenta de que no venimos todos del mismo sitio ni, por supuesto, vamos todos a él. Nos complace imaginar que los pobres desgraciados del mundo “en desarrollo” padecen una situación de ignorancia y agonía crónicas que les impiden realizarse en la vida y ser felices, pero el fantasear con ello quizá sea el síntoma de una profunda insatisfacción por nuestra parte…

Afortunadamente, cada vez es más frecuente el cliché de “respetar a todas las religiones” y concederles, cuanto menos, el beneficio de la duda. Digo cliché por varias razones. En primer lugar, porque lo que referimos como religiones sigue resumiéndose en no más de diez “grandes religiones” muy cacareadas y deja de lado, además de a otras semejantes que ignoramos, una infinidad de cultos y rituales locales, regionales y orales que aún seguimos tachando de supersticiosos, “primitivos” o baja cultura.

En segundo lugar porque, si bien en abstracto el respeto a ultranza se nos antoja consecuente, en cuanto nos enfrentamos cara a cara con ciertos preceptos religiosos concretos nuestra tolerancia se escurre por el sumidero.

Pero el mayor inconveniente para el no creyente que aspire a una visión ecuánime es que acabará por toparse con el dilema de si realmente existe algo donde la gente parece adorarlo. ¿No ve el devoto cualidades sobrenaturales donde sólo hay desnudos átomos y moléculas? Llevar esta premisa hasta sus últimas consecuencias conlleva presuponer que el homo religiosus actúa de forma histérica y delirante ante piedras y trozos de madera. Los monasterios se convierten en los manicomios de antaño, los prelados en perturbados que quieren propagar su paranoia y Dios en el amigo imaginario de la infancia del hombre…

Sin embargo, me da la impresión de que a lo largo de la historia la relación entre pueblos de diferentes fes no se ha reducido a ponerle al otro el sambenito de chiflado. En el peor de los casos, se ha reasignado su divinidad predilecta a una deidad menor del panteón propio, cuando no a un espíritu maligno o al Demonio. Se la estigmatizaba o infravaloraba, pero generalmente se le concedía el privilegio de existir. “Cree en mi Dios” siempre significó algo más parecido a “adora a mi Dios” que “admite que mi Dios no es un delirio por el que debería estar en un centro psiquiátrico”.  Parece haber algo que conduce al fiel de a pie a cruzarse de brazos ante los presuntos dioses y milagros de los que se jacta otra religión. A zanjar que algo habrá ahí, bueno o malo, o, en casos excepcionales, intuir que se venera a lo mismo bajo diferentes formas. Lo mejor y más habitual, en eso estamos todos de acuerdo, es no pensar mucho en ello, pues la mayoría de las conclusiones a la altura del intelecto rayan en la intransigencia. Y la mayoría de las Escrituras, occidentales como orientales, se preocuparon en dejarla bastante clara.

Desde la perspectiva del ateísmo radical, esta concesión mutua se explica porque ambos creyentes comparten el mismo brote de esquizofrenia. Habría, entonces, un noventa y tanto por ciento de seres humanos sumidos en la locura y una selecta minoría de ateos que se salvarán del diluvio porque encontraron muy convincentes ciertas ideas de su tiempo, aunque carecen de medios para probarlas conclusivamente, por no hablar de convencer a los demás... No dirán ya que los moros van al infierno, pero sí presuponen que ellos, así como los mayas, los romanos, nuestros abuelos y todos los que nos precedieron, más la mayoría de los que nos acompañan, han vivido en las tinieblas de un delirio de masas que les impedía apreciar la realidad tal como es.

Visto así, hay algo que me inclina hacia aquellos fanáticos delirantes antes que hacia los "sin duda" racionalísimos y nada sentimentales ateos militantes: la posibilidad de que se produzca el milagro, lo inesperado, frente al árido mecanicismo del materialismo. Incluso, de que Dios se aparezca y nos revele, aun por boca de sus representantes, que los infieles ortodoxos o yoruba también lo adoran a Él. Esa flexibilidad no cabe entre las ideas fijas del desencantando cientificismo (sí de la ciencia bien entendida), y si algo caracteriza la textura de lo real, a mi entender, es una apertura ontológica a todas las posibilidades, que no por inverosímiles se pueden descartar de antemano.

¿Pero existen o no existen los dioses? Ante la eterna pregunta de qué es lo que se esconde en lugares como Jerusalén, la Meca, Amritsar o el monte Tai para movilizar a tantísimas personas, la repuesta es: exactamente lo que sus fieles creen. Pues ello y no otra cosa  es lo que les inspira solaz, salud o inspiración. La religión de los psicólogos lo degrada al efecto placebo o la sugestión, pero a los devotos esos términos sólo les producen indiferencia. Las turbulencias de la mente y el vaivén imprevisible de las situaciones son los responsables de que hasta el más positivista se insufle de alegría de vivir o se precipite en una honda depresión. Pretender que tenemos el control total y la clasificación final de nuestras circunstancias sólo demuestra que hemos sufrido pocas pérdidas.  Así como la alegría es invisible y a menudo inopinada, y sin embargo nadie cuestiona su existencia, así también los dioses se justifican por su experiencia, a menudo arrebatadora.

Aquella incógnita que penetra en el espíritu para guiarlo, inspirarlo o reconfortarlo, el agente de aquella emoción, eso es Jesús, Alá, el Tao. Claro que no tiene existencia física, como tampoco la tienen la Patria o el Progreso, pero, al igual que estos equivalentes laicos, posee sobrada existencia como para inspirar a las personas tanto el altruismo más abnegado como las peores fechorías. Los dioses ni son empíricos ni son imaginarios: son vividos.

Desde este punto de vista, tanto los materialistas como los creyentes simplistas participan de la misma confusión: la de pensar que para los dioses sirven los criterios de existencia o inexistencia propios de los objetos que nos rodean. Que podemos divisarlos en lo alto de una montaña o sobre la estratosfera o, si no los divisamos (exactamente como nuestro templo de confianza los representa, por supuesto), confirmar que nunca los ha habido.

A nivel filosófico, por no hablar del interestelar, la porción del universo que escapa a nuestro alcance y comprensión es incalculable. Negar lo que nos parece dudoso no aumenta nuestro conocimiento, sino que, por la arbitrariedad de la decisión, deteriora la calidad del mismo. Tachar de imposible (ateísmo) lo que nos parece improbable (agnosticismo) va contra el más elemental sentido científico. Rechazar por principio la religión desde la ciencia es, como rechazar la ciencia desde la religión, un absurdo esfuerzo por vivir tapándose los ojos.

Y si al final los hindúes están en lo cierto y el mundo no es más que el sueño de Vishnu, que se sueña y nos sueña hasta que un día nos disuelva, habrá sido necio el que haya decidido pasarse la vida trastabillando por el sueño con los ojos cerrados.

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