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Dijo que se llamaba Clemencio. Andaba el hombre por los alrededores de una ermita gallega que se levantaba a la vista del cañón del río Sil. No recuerdo exactamente qué ermita era, hay por allí tantos caminos, sendas, conventos, eremitorios y ermitas que pronto perdí la cuenta de lugares y nombres. Sí recuerdo que no hacía mucho tiempo, alguien sin entrañas y amante de lo ajeno había robado una pequeña talla medieval de granito, la que llenaba la hornacina del pórtico de la pequeña ermita. Por eso derivamos hasta allí, para ver ese sitio tan remoto y tan efímeramente famoso. Entonces era muy sencillo robar estas cosas. Simplemente se encargaba a las personas adecuadas y se hacía. No había vigilancia ni medidas disuasorias, y de esa manera los ricachones sin escrúpulos podían acaparar en su salón una valiosa talla de la Galicia más profunda. Y así hemos perdido un valiosísimo patrimonio histórico rural que debe estar en manos privadas y depravadas.

Clemencio llevaba una boina negra. Calzaba botas de agua manchadas de barro, también negras. Y bajo el brazo, como parte integrante de su ser norteño, portaba un paraguas bastante viejo. Era un gallego profundo que después de un tibio saludo, cuando el hombre descubrió que teníamos oídos para él, se dejó ir… Se che gusta escoitar, estou encantado, dijo. El gusto es nuestro, dijimos, y entonces nos contó mil cosas de las que solo recuerdo una.

Dijo que huyó a Venezuela después del Alzamiento, el de Franco y los moros, y que regresó a la aldea cuando sus padres ya eran demasiado mayores… Agora as cousas non están tan mal, melloraron moito, decía. Mejoraron porque ahora vivía de la subvención que le pagaba la Unión Europea por tener cuatro vacas lecheras… pero, ollo, rapaz, só por telas vivas. No para producir leche, terneros o carne, no. Sólo por tenerlas vivas le pagaban lo suficiente para vivir. E como na vila non hai onde gastar, pues eso…

Cuando Clemencio volvió a la aldea, su cuñada ordeñaba todos los días las vacas de su padre. Luego tiraba directamente la leche a la calle, y se formaba un regato blanco que tardaba un cuarto de hora en remansarse y llenarse de moscas… ¡Pero muller, como o botas isto! Podemos facer queixo. La cuñada le debió mirar sin la menor intención de discutir, y le dejó hacer los quesos que decía.

Clemencio fabricó unos quesos gallegos que no podía vender porque no cumplía las condiciones mínimas de salubridad, y los de la Xunta siempre andaban mirando por aquí y por allí. Las cosas eran ahora así de raras, toda su vida haciendo quesos como los hacía su abuelo y ahora todos te din como tes que facer as cousas, non o entendo… Los comía para desayunar, para comer y para cenar. Regaló quesos a todos los vecinos de la aldea, a todos los familiares que le visitaban, y llenó las estanterías de su casa y de la vaqueriza… y cuando ya no tuvo más espacio para almacenar quesos, comenzó a tirar la leche recién ordeñada directamente a la calle, y se formaban aquellos regatos blancos que tardaban un cuarto de hora en remansarse y llenarse de moscas… talmente como hacía su cuñada.

Le dijimos a Clemencio que nosotros tampoco lo entendíamos. Por suposto, estamos tolas de empatar, dijo mirando al frente y negando con la cabeza.

Sí, locos de atar y corriendo hacia el precipicio con los ojos tapados… ¡Maricón el último!

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