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El mundo actual va tan deprisa y es tan simplista que pocas veces el grueso de sus integrantes se detiene a pensar acerca del porqué.

Los niños que son víctimas de abusos sexuales por parte de sus padres llegan a creer que se trata de algo normal. Es curioso. Para ellos, el marco del amor paternal está tan desvaído que casi cualquier color es procedente, del mismo modo que los hijos de padres malvados —los progenitores también pueden serlo— tienden a ver esa vileza en el resto de las familias para no sentirse tan solos. Esperan menos de la familia porque la suya no ha estado a la altura. Funciona así. Incluso en el caso de aquellos seres maltratados, su percepción de la realidad está muy lejos de la del común de los mortales. Se sienten dependientes de aquel que los fustiga, aman incondicionalmente y entienden el cuerpo como una prolongación del otro. También el espíritu. Resulta complicado saber qué pasa por sus mentes, cómo se ha configurado el universo de evasivas posibles que dan pábulo a la barbarie en carne propia. Aunque su historia es hoy más conocida y sus sentimientos han sido revelados por documentales y folletines diversos —con mejor o peor gusto—, ¿qué ocurre con los verdugos? ¿Cómo saber qué ideas rondan su sesera?

Normalmente, el verdugo no tiene voz. No se le confiere, por inmerecido, el derecho de expresión a pesar de que su relato nos llevaría a despreciarlo aún más. El escritor Carles Porta se ha saltado un mucho este principio no escrito del periodismo para publicar hace poco un libro sobre un pederasta que actuó con impunidad durante 17 años sobre sus seis hijos de acogida. Entre las historias que narra la obra en primera persona, la del verdugo es una de ellas. La polémica está servida. Los compañeros de profesión —en representación de la opinión pública al parecer— se plantean si la fuente es deontológicamente aceptable. Él responde de manera sencilla: “me interesaba demasiado saber qué rondaba su cabeza para comportarse así”. Y es que, a pesar de que ciertos procederes no admitan más que condena, no deja de ser esencial atisbar qué los ha motivado, aproximarse hasta los rincones más oscuros de la mente y bucear entre el denso fuel que se ha esparcido sin saber cómo y sin control. Diseccionar al verdugo.

El mundo actual va tan deprisa y es tan simplista que pocas veces el grueso de sus integrantes se detiene a pensar acerca del porqué. El trabajo periodístico se sustenta en teorías vetustas y otras más innovadoras. Dentro de que es una ciencia muy joven, uno de los planteamientos sobre el que más polvo ha caído sin que haya mermado un ápice su vigencia es el de las “6W”. Se supone que toda noticia debe responder a seis preguntas clave: qué ha pasado, quién, cuándo, dónde, cómo y por qué —la “w” obedece a la inicial de estos términos en inglés—. Pues bien, la última de estas preguntas no solo es la más difícil de responder, sino también la más olvidada por el periodismo reciente. Un buen ejemplo está en la protesta estudiantil que ha impedido a Felipe González impartir esta semana una conferencia en la Universidad Autónoma de Madrid. Desafío a mi buen lector a encontrar un solo medio generalista que haya reflexionado en profundidad sobre la motivación del piquete. Sabemos ya casi hasta la marca de la factoría de cartonaje que puso en circulación las cajas que los universitarios siluetearon para fabricar sus caretas. Se han puesto en marcha todo tipo de teorías conspiratorias para relacionar los hechos con ciertos políticos agitadores. Siempre los mismos. No queda un solo gerifalte que tenga pendiente rasgar sus vestiduras en defensa de la no violencia. Sin embargo, muy pocos han arrojado luz sobre el contexto de un desengaño que se parece demasiado a la rabia por un personaje que ha parido nuevas cotas en aquello de renegar del pasado y entregar los principios a cambio de otros que cotizan mucho mejor en Bolsa. Los nuevos le van mejor al puro habano y a la cubierta de un yate. La vie en rose ha desvaído el rojo para descafeinarlo hasta el dolor.

Si me preguntasen, amigo lector, yo habría votado por un auditorio vacío. Nada de cartón, nada de máscara, solo silencio. Una concentración silenciosa, con pancartas si se quiere, para mostrar desprecio si este existe. No creo en el piquete de pasillo, no creo en dejar sin voz a ningún tipo de verdugo. Si ha perpetrado un crimen contra la infancia o contra la memoria, la libertad consiste en decidir si queremos entregarle el vacío por respuesta. El vacío a una voz audible que, como sucede en ciertas familias, no ha estado a la altura. 

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