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El verano para mí era una guayabera color cielo de mi abuelo planchada en una silla, mi abuela vestida con un bambo fresquito y una cadena de la virgen del Carmen, golpeada incesantemente con su abanico negro. El sonido de las fichas del dominó en la peña donde sacaban los canarios al sol. Eran pipas de melón en un hule manchado de gazpacho, mientras el ruido del ventilador, en una cadencia placentera, iba de un lado a otro llevándose el humo del tabaco de mi padre. Mi verano era un litro de Casera de cola y un corte de helado de vainilla y chocolate, en el kiosko de Fernando, dividido con precisión por mi madre, en la sobremesa, para que mis hermanos y yo no nos peleásemos por el más grande.

Grillos negros cantando cayendo la noche y admirar el cartel de helados Frigo. Una casapuerta fresquita y ollas exprés, con un pucherito puesto para el fin de semana, con la música del pitorro, tsh, tsh, tsh, susurrándonos que el medio día estaba cerca y nos brindaba la obligación de irnos para casa, porque a esas horas estar en la plazoleta era de callejeros y de niños que no tramaban nada bueno y que iban sin camiseta.

Ver subir a mi padre llegando de la fábrica con su canasto y su termo de café vacíos. El Tour de Francia como sedante y una sábana en el suelo blanca y fresquita para dormir. Un chaparrón inusual que levantaba el polvo, los demonios, los tufos y la tierra dejando en la nariz el mejor de los perfumes posibles. Ver a mi abuela manejar el cuchillo cortando sandía por la tarde, para cortarte el corazón, esa parte reservada a los que le daban un besito en aquellas carnes que tanto olían a polvo de talco y a gloria. Comer caracoles picantes y guardar los más gordos para echarlos en tomate. Freír pimientos.

Venir del centro en autobús agarrado de la mano, con mi madre, el Villamarta -La Granja, cargada de bolsas de pescado, con esa pescadilla de Cádiz negra. Esperar septiembre para ir a la verbena, escondernos para fumar un cigarrito y refregarnos las hojas de los naranjos de la plazoleta para que el olor, sin conseguirlo, se fuera. Era creerme un hombre y empezar a enamorarte de la niña más bonita del mundo. Dormir con el bañador puesto con la ilusión de ir a Piscinas Jerez al día siguiente. El olor a jazmín por la noche, el hedor dulce de la azucarera de Guadalcacín, el viento de poniente fresco de la bahía y el Levante maldito. El cine de verano del campo de fútbol viejo, comiendo un polo flash con una película mal proyectada y turbia entre el humo nácar del tabaco.

Junio pasaba rápido, julio eterno, agosto refrescaba, tranquilo y melancólico, y septiembre, el de las uvas de rebusco, sentenciaba mi parsimonia con la vuelta al colegio, el fútbol y los cromos. Mi verano y su sonido en mi plazoleta, el de la quietud y el silencio, el de las ruidosas tertulias de mis vecinas en la calle, el verano... qué bonito era mi verano.

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