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Tuve la fortuna de encontrarme por primera vez con la palabra conversatorio en la Fundación Caballero Bonald, el lunes pasado. En ese momento y lugar, se nombraba así, concretamente, a una mesa redonda con mujeres poetas. Conversatorio es un derivado americano del verbo de origen latino conversar. Este verbo designaba primeramente un conjunto de acciones o hábitos cotidianos, una manera de conducirse uno mismo en el mundo respecto a las personas con las que convivimos. Conversar es, etimológicamente, dar(se) una vuelta con alguien o hacia alguien, girar juntos en torno a algo, compartir algo con los demás, sobre todo palabras y todo lo que éstas construyen.

En la Fundación Caballero Bonald el conversatorio giraba, nunca mejor dicho, en torno a la experiencia de cinco poetas colombianas Yirama Castaño, Irina Henríquez, Eliana Díaz, Beatriz Vanegas y Lena Reza, acompañadas por la poeta jerezana Josefa Parra. Ellas compartieron con el público poemas y sueños antes del olvido, regalaron escudos para el tiempo, pasos largos y silencios. Mostraron trozos del cristal de las batallas en las que lucharon para llegar adonde ahora están, y a la vez nos prevenían de no tomar sus palabras en sentido literal, sino atendiendo al sonido, al rumor de éstas, donde realmente era posible distinguir cada uno de los recuerdos de los instantes vividos.

Las poetas demostraron conocer mejor que nadie que la relación entre las palabras y las cosas no es real, que puede ser distinta a como nos la cuentan. Y se regodearon en pronunciar en voz alta esas palabras que alcanzan a bordear las cosas, a posarse sobre ellas, en un canto de crecimiento vegetal, a ratos alevoso, buscando dar vida a los signos más allá de los significados explícitos y de los ocultos, convirtiéndolos unas veces en alarmas, en gritos, y también en agua, en un agua distinta pero agua al fin y al cabo, en cualquier caso no para beber, sino solo para dejarla correr, cruzando de un lado a otro sin pasaporte, mojando a su paso la escritura del desastre y todas las certezas, rellenando las honduras y alcanzando las hierbas crecidas en los rincones.

Se oyeron palabras fuertes (¿o de muerte? ¿o de suerte?) que el canto transformaba en belleza, y las vimos escapar desbocadas, resolutivamente sordas, por las comisuras de las puertas de la Fundación. Tras los cantos vinieron las conversaciones. Expresaron el dolor por no ser suficientemente escuchadas, por no tener el reconocimiento anhelado (a pesar de que es un anhelo bien legítimo). Pero se lamentaban con esa actitud fingidora propia de todo poeta, como dijo Pessoa, fingiendo tan bien que llegaron a fingir que era dolor el dolor que de veras sentían. Pues sin duda saben que no es un sufrimiento pasajero, sino tan perenne como los márgenes de todas las cosas.

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