El TOC de la política

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10 de marzo de 2016 a las 09:06h

Decía Ortega que tenemos los políticos que nos merecemos, que son hijos de nuestra misma sociedad y que, por tanto, no somos mejores que ellos. Y el bueno de Don José tenía más razón que un santo, si se me permite la comparación sagrada. Lo digo porque vengo observando desde hace tiempo que no solo la “casta” política vive en este momento impregnada de sectarismo, envuelta en un continuo monólogo automatizado y de espaldas a cualquier comentario o sugerencia que no cuadre en el guión preestablecido.

A poco que me mueva, converse con los amigos, esté atento a las conversaciones de bares y tugurios, por los que se desenvuelve esta gris existencia que me ha tocado en suerte, o eche una ojeada a las redes sociales, compruebo con estupefacción cómo nosotros mismos estamos inmersos en esta suerte de trastorno obsesivo compulsivo que consiste en situarnos automáticamente del lado de los que consideramos “los nuestros”, con independencia de qué digan o qué callen, o de escandalizarnos con cada nueva ocurrencia de los que consideramos “los otros”. No hay duda, cuando importa más quién dice que lo que se dice, tenemos un grave problema, y somos impermeables al diálogo imprescindible para el intercambio, el acuerdo y el progreso. Nos quedamos anclados en un frentismo estéril.

Pero concurren también otras circunstancias que conviene tener en cuenta para intentar desenredar esta madeja política de la que el resultado electoral no es más que la punta del iceberg. Nadie puede discutir que estas elecciones han supuesto un cambio generacional. La aparición de dos nuevas formaciones, con importante presencia en las instituciones, dirigidas por gente muy joven, lo ponen de manifiesto. Y a esto hay que añadir que, precisamente por este hecho biológico, esta nueva clase dirigente es la primera que alcanza responsabilidades en nuestro país y no ha participado en la Transición. En su mayoría nacieron con la democracia, lo que explica el desafortunado desprecio del denominado “sistema del 78”, manifestado por algunos de estos dirigentes. Manifestación que, amén de injusta, es propia de ignorantes. Desconocer la historia reciente de nuestro país es un factor de preocupación. El tránsito de un sistema totalitario a una democracia (aún con sus muchas sombras) no puede ser más que una buena noticia y, por tanto, una agradable referencia histórica. Mejorable, sin duda. Y a esto debería de venir esta nueva generación política, a mejorar las cosas.

Aceptada la idea de que el descrédito de la vida política, en general, y la corrupción estructural, en particular, han acelerado el enfrentamiento generacional, conviene detenerse en lo que, en mi opinión, es el nudo gordiano del debate presente en nuestro país: las ideas. De qué se trata, de mejorar la gestión de los recursos públicos aplicando políticas más o menos redistributivas (en función de quien las aplique) o de cambiarlo todo y  montar una revolución en toda regla. Conviene tener claro este extremo para que no nos confundan los discursos. O dicho de otro modo, las transformaciones estructurales que se pretenden se realizarán con el apoyo de las urnas o no serán. Y es esta perspectiva, precisamente, la que debe ayudarnos a intentar comprender qué nos dicen los políticos cuando nos intentan convencer de las bondades de sus posiciones.

Nadie duda que la lamentable situación socioeconómica de amplias capas sociales y la distorsión institucional provocada por la corrupción exijan inexorable y urgentemente un cambio de rumbo. Pero de qué alcance y con qué profundidad. El fraccionamiento de la representación dificulta extraordinariamente la senda a seguir. Conviene recordar que los cambios estructurales, y principalmente constitucionales, referidos al reforzamiento de los derechos y libertades fundamentales, la especial protección de los derechos sociales o el definitivo encaje territorial, exigen mayorías cualificadas, que obligan a contar con los adversarios políticos de diverso signo para poder establecer un marco de juego sólido y estable en el que quepamos todos, con independencia de nuestras ideas y posicionamientos. Quien no tenga en cuenta esta circunstancia o es un loco, o nos está engañando o el suyo es otro juego. En este sentido, sentarse es obligatorio.

Pero junto a esto, nos encontramos con las urgencias sociales y económicas que sufrimos una gran parte de la sociedad. Y sorprende que anden los políticos con el frívolo juego de no me siento con, si con se sienta contigo, y demás zarandajas, en vez de sentarse, aquellos que reconocen las necesidades de la población, para establecer un programa de emergencia social y económica, para la protección de los estados de necesidad más perentorios, con especial incidencia en la protección de la infancia, aplicar una política de creación de empleo de calidad y digno y promover acuerdos nacionales en educación, sanidad y pensiones. Y todo ello desde una óptica solidaria y pública. Y la composición actual del parlamento español permite trabajar en esta dirección, si los dirigentes abandonaran su asombroso  narcisismo y  dieran descanso a su horrible vocación mesiánica.

En cambio, nos encontramos con que la nueva política, contagiada de los vicios de la vieja, anda enredada en pueriles juegos tácticistas, que ponen de manifiesto su falta de estrategia real, mientras la población más necesitada continua desangrándose. Gestos pretendidamente progresistas, parrafadas buscando titulares, opas hostiles a los votantes del adversario, etc., constituyen el principal ejercicio de nuestra clase política en estos días. Es un espectáculo decepcionante. Las dos nuevas formaciones políticas andan a la gresca negándose capacidad para sentarse juntos, mientras si han sido capaces de ponerse de acuerdo para formar gobiernos en los ayuntamientos. El partido socialista ha tenido que sufrir la salida en tromba de los dinosaurios del pasado para limitar la capacidad de movimiento de su joven secretario general. El Partido Popular anuncia que no pasa ni una más, y blinda a dos ex alcaldesas sobre las que existen sospechas de corrupción. Lo dicho, lamentable.