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Qué sería de las pobres estanqueras si a la gente le diera por cumplir a rajatabla las promesas de Año Nuevo, porque si el negocio de vender tabaco está ya de capa caída, no digamos nada del de dedicarse en exclusiva a la venta de sellos de correo. A no ser que a alguno del Silicon Valley le dé por inventar los sellos digitales o virtuales, que todo se andará, si es que ya no los han inventado y yo, felizmente, no me he enterado todavía. Aunque al ser digitales seguramente ya no habría que comprarlos en los estancos, por lo que estaríamos en las mismas. Los que sí saldrían ganando si cumpliéramos nuestras promesas de Año Nuevo son, sin asomo de duda, los que regentan gimnasios; o los que venden planchas para cocinar comida sana baja en colesterol a base de rodajas de tapines, calabacines... y algún filetito de pollo plastificado, que les pones un puñadito de sal por encima y acaban sabiendo la mar de saladitos. Sí, ya sé que la sal también tiene mala fama, a pesar de lo cual, cuando me comprometo cada día de Año Nuevo a comer sano, la excluyo de la lista de condimentos prohibidos, por si las moscas.

Y es que las promesas de Año Nuevo son como las que un cura vasco que me dio clases en el bachillerato -ya ha llovido- llamaba “promesas jerezanas”, que son esas que se hacen también para no ser cumplidas, pero en cualquier época del año. Por ejemplo, las que les hacemos a todos esos conocidos o parientes lejanos -parientes de parientes- que nos encontramos de vez en cuando por la calle y con los que no sabemos muy bien de qué hablar, y a los que después de algunos balbuceos y alguna frase hecha más o menos anodina, o incluso brillante, que uno lleva ya preparadas para el caso, acabamos soltándole aquello de “a ver si nos vemos un día de estos y nos tomamos unas copitas...”. En tales situaciones todos sabemos que ni habrá día de estos ni habrá copitas, pero que al menos así se mantiene encendida la llama de una futura hipotética relación. Una amistad en potencia, que diría el cura, que además de vasco era profesor de filosofía.

Lo que no entendía aquel cura -demasiado rectilíneo, como mucha gente del norte y como muchos profesores- es que esta fórmula mágica para quedar bien, al tiempo que nos deshacemos del incómodo conocido -fórmula que los jerezanos debemos llevar en los genes-, más que una manifestación y una prueba de la informalidad proverbial de la gente del sur, como él decía, en realidad forma parte de un conjunto de sabias pautas que lubrican y suavizan las relaciones sociales. Siempre será mejor mantener encendida la posibilidad de un futuro y feliz encuentro tomándonos unas copitas con cualquiera, incluso con la gente más dudosa, que tomárnosla un día de verdad y disipar cualquier duda.

Además, las "promesas jerezanas", así como las de Año Nuevo, se me antojan que tienen un fondo como muy católico, si me apuran tanto como el sacramento de la confesión. Y es que cuando le confiesas tus pecados al sacerdote y te comprometes a no volver a pecar, lo haces también con la secreta certeza de que si no cumples tu propósito de enmienda siempre tendrás la posibilidad de volver otra vez a confesarte, y vuelta a empezar. Como también siempre habrá otro día de Año Nuevo -bueno, siempre no- para retomar las promesas que no cumpliste el año viejo, y contribuir de una vez a la prosperidad de los gimnasios, de los vendedores de planchas de cocina... y a la ruina de las pobres estanqueras.

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