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Recoger conchas, caracolas, chinitas o cualquiera otra pequeña maravilla de las que deja la bajamar en la playa, es de esas costumbres de apariencia inútil que nos transmitieron nuestros padres, y que nosotros transmitimos también a nuestros hijos en forma de juego o entretenimiento de verano. Pero si lo pensamos bien, el hecho de ir eligiendo de entre la infinidad de chinitas y de conchas que hay en la arena aquellas que nos parecen más bellas, es una actividad placentera que por fuerza educa el gusto y los sentidos, y que nos enseña además a discernir y a elegir según nuestro propio criterio, al tiempo que nos introduce en un mundo en el que las cosas sólo tienen valor en razón de su belleza. No es poca cosa.

Veo una mujer que pasea por las playas del mar de Cádiz, donde vive, sumida en sus pensamientos y en una pena honda que le embarga el alma, mas atenta también a los secretos que el mar ha ido depositando en sus orillas. De vez en cuando se para a mirar algo que en la arena le llama la atención. Se agacha, lo analiza con detenimiento, y si es de su gusto lo enjuaga y lo guarda como si se tratara de un pequeño tesoro. Cada hallazgo encuentra luego su lugar en alguna vitrina de la casa, o pasa con otros a ocupar algún jarrón de cristal si no es más que una humilde concha, una caracola pequeña o una chinita pulida por las olas.

Las personas crecemos y nos hacemos como tales influidas por las cosas y los ambientes de los que nos vamos rodeando. En este sentido la presencia permanente del mar en tu vida, tus largos paseos por la orilla envuelta en el rumor insaciable del oleaje, te han ido y te seguirán depurando y puliendo aún más y más hasta hacerte brillar con las más delicadas irisaciones, como esas chinitas, esas caracolas o esas conchas que cada día rescatas con amor de la arena.

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