El pensionista

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Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Desde 2014 soy socio fundador y director de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología; hice la dramaturgia del espectáculo 'Soníos negros', de la Cía. María del Mar Moreno; colaboro en Guía Repsol; y coordino la comunicación de la Asociación de Festivales Flamencos. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero', que organiza la Consejería de Salud y Familias de la Junta de Andalucía. Accésit del Premio de Periodismo Social Antonio Ortega. Socio de la Asociación de la Prensa de Cádiz (APC) y de la Federación Española de Periodistas (FAPE).

Desayunar en la calle el día de cobro era su único lujo posible. Tras toda una vida trabajando vivía ahora de una exigua pensión. Ese desayuno, con lectura de periódico incluida, era el inicio de un rito mensual que culminaba con la visita a la sucursal bancaria, donde tenía abierta su modestísima cuenta. Era un hombre metódico y formal. Cumplía fielmente sus obligaciones y le gustaba que los demás también lo hicieran. Por eso el día de cobro de la pensión iba al banco a actualizar su cartilla, para comprobar si se la habían ingresado.

En la oficina la mayoría de los pensionistas esperaban en la cola para ser atendidos en ventanilla. En cambio los cajeros automáticos estaban prácticamente desiertos. Introdujo la libreta por la ranura de uno de ellos. Empezó a sonar la canción de todos los meses, mecánica melodía de subsistencia. Aquel cajero desafinaba, como la vida. Echó una ojeada hacia la ventanilla. Un vendedor de cupones estaba siendo atendido agotando al parecer la escasa paciencia de los pensionistas.

De repente la máquina dejó de emitir ruidos y expulsó la libreta. La tomó entre sus manos.  Repasó  de arriba abajo los apuntes. El agua, la luz, el seguro de los muertos, … cuando llegó al último apunte abrió los ojos como si se le hubiera aparecido la misma virgen. ¡No podía ser!, ¿que ponía allí?, debía estar perdiendo la vista. Alejó la libreta y la acercó a sus ojos tanto que parecía estar leyendo Braille con las pestañas. ¡Si, si, no había duda!  Nació en sus pies un hormigueo que viajó a la velocidad de la luz por sus temblorosas piernas para instalarse en la misma boca del estómago. Tenía necesidad de sentarse. Comprobó de nuevo la libreta. Se le secó la boca. Nunca había visto tantos ceros juntos.

Se frotó varias veces los ojos con sus manos llenas de callos de tantos años de trabajo. ¡No podía ser!, ¡maldita máquina! Intentó pensar. Sin duda debía tratarse de un error, eso sí un error muy gordo. Con tantos ordenadores era raro que no se hubieran percatado del mismo en el banco. Seguramente le estaban acechando dispuestos a saltar sobre él para imputarle el error, acusarle de robo, esposarle o quién sabe qué. Miró a su alrededor pero no, la oficina seguía con su actividad normal. Los pensionistas se habían amotinado  y confabulaban para mantear al cuponero. Mientras, él pasaba desapercibido como un cliente más. Perplejo examinó nuevamente los apuntes. Ahí estaba la descomunal cifra. ¿Y si realmente no fuera un error? ¿y si fuera algo peor? Repasó mentalmente y no, no, sin duda era una confusión. Entonces recordó aquella broma que había soportado cada mes durante sus treinta años de fidelidad como cliente del banco.

Paco, el cajero de toda la vida, siempre que le veía llegar decía con tono ceremonial: “Compañeros, levántense, acaba de entrar Don Emilio a actualizar su libreta”. Su nombre y apellidos eran los mismos que el del famoso dueño del banco y la chanza mensual estaba asegurada. Revisó nuevamente la libreta. No, no era una ilusión, no era un espejismo. El apunte de varios millones de euros seguía allí. Él no lo sabía pero eso y la navajita multiusos que siempre llevaba en el bolsillo eran lo único suizo que había en su vida. Se acercó a la caja donde un empleado nuevo ocupaba el lugar de Paco el cajero. Preguntó por él.  “Se jubiló hace dos semanas”, “lástima” contestó, “pero dijo que igual pasaba hoy a visitarnos, ¿le dejo alguna razón?”. “Sí, dígale que ha venido a saludarle Don Emilio, el dueño”, dijo mientras sonreía maliciosamente. Recordó haber leído aquella mañana en la prensa un artículo sobre la famosa lista de defraudadores conocida como Lista Falciani. Decidió que aquel día también tomaría cerveza y tapa.

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