Seguía poniendo el despertador por inercia. Hacía ya muchos años que su reloj biológico era más exacto que el despertador de campana que un día le regaló su mujer por Navidad. Uno de los pocos regalos que aceptó en su vida. No le gustaba recibir porque tampoco le gustaba regalar. Él consideraba que un regalo era algo muy personal y la gente regalaba mas bien por costumbre que por ganas, y eso a él no le gustaba. Prefería un felicidades con una sonrisa, que un felicidades Amalio, rutinario y vacío, acompañado de un paquetito para rellenar lo que el corazón no sabía cómo hacer.

Se levantó descalzo con el pijama de franela, de los de antes, de lana, que empezó a usar después de la muerte de su esposa. El frío de su vacío lo llenó, por increíble que parezca, con una prenda que compró en Salamanca por expresa insistencia de ella. El pijama y el recuerdo de aquel viaje era el mejor sustituto del calor que sentía cuando dormían juntos. Camino del baño, que recorría con la parsimonia del costalero cuando pasa por Carpintería Baja, le hizo caer en la cuenta de que un reloj de campana y un pijama de franela le unía más que las múltiples fotos que por cualquier rincón de la casa se podían ver. “Hay que joderse, las cosas de la mente”, dijo en voz alta en la seguridad de que ya no tenía a nadie que le dijera ¡esa lengua Amalio! No la levantó para ver si se podía producir el milagro de una voz que le dijera “cochino, levanta la tapa”, frase que escuchó en su frente como si la escuchara en su oído. Se lavó la cara y mirándose al espejo se dio los buenos días, añadiendo a continuación un “hay que joderse la que se ha liado con el coleta, cuando yo tenía una hace ya 50 años.

Aquellos eran tiempos difíciles para llevar una coleta y no estos”. El camino a la cocina fue más rápido, salió del baño a la derecha, bordeó la mesa del salón a la derecha también, traspasó la puerta del salón, giró a la izquierda y entrando en la cocina, sacó el café, la leche, el azúcar, el tostador, el tomate, la cuchara y el cazo. En ese momento se paró haciendo un balance de la proeza y cogiendo el cuchillo repitió como quien zanja una cuestión. "Aquellos sí que eran tiempos difíciles para llevar una cola en el pelo y no estos”. El coleta le caía mal, no sabía si porque sentía envidia de su pelo o porque escuchaba cosas que no quería oír. Su hija, universitaria en paro sin independencia mucha mas allá del horizonte, le hablaba y le hablaba cada vez que asistía a una de esas reuniones que hacían los del coleta. Vitalista como su madre, la escuchaba porque le recordaba a su esposa de joven, pero no entendía bien todo lo que le decía. Buenos días, escuchó a su espalda. Respondió rutinariamente sin soltar el cuchillo que ya se disponía a abrir en canal el mollete de rigor.

No sé cómo puedes desayunar siempre los mismo, ¿no te cansas? Sin levantar la vista soltó un “no” seco que no sorprendió a su hija. Ella, como cada vez que asistía a una reunión, empezó a contarle su vivencia de la tarde anterior. "Pues ayer nos reunimos unos cuantos para ver cómo hacemos extensible nuestro círculo por los barrios, aunque yo creo que si eso no va acompañado de un empoderamiento de la gente nuestro esfuerzo quedaría en papel mojado. Por cierto, ¿sabes a quien vi allí? Al hermano de David, el chico que venía por aquí y que te caía tan bien porque hablaba poco y escuchaba mucho". "Lo contrario que tú", le respondió con una sonrisa. Ella se fue para el baño hablando de esto y de aquello. Una vez abierto el mollete, y satisfecho por el perfecto corte que le había dado, enchufó el tostador no sin antes poner el café. Aldia, desde el baño, como cada mañana, cantaba y cantaba.

Como si fuera una obra de teatro ensayada cientos de veces, justo cuando se sentó a desayunar, su hija también lo hizo.

-Vamos a ver papi, ¿por qué no te gusta él?

-¿Sabes que el mollete es de origen hebreo? Yo pensaba que era un legado de los árabes.

-¿Qué árabes? Papá, aquí nunca ha habido árabes, los primeros que llegaron si acaso eran marroquíes, que por aquel entonces ni existía como nación. A partir de ahí todos eran andaluces, como tú y yo, pero de otra religión.

-Bueno, al menos, aprovechaste los estudios.

-Respóndeme.

-Entonces, los almohades, almorávides ¿de donde vinieron? De ahí enfrente, pero como se quedaron se hicieron andaluces.

-¿Por qué no te vienes a una reunión de Podemos?

-¡Estás loca!, ¿para escuchar tonterías?, lo que me faltaba. No los aguanto, no los soporto, mienten.

-Papá, soy joven, pero no tonta. Tú no eres así de intransigente, ¿qué te pasa?

-No soporto al coleta ese, he oído que piensa abrir las fronteras. ¡Anda ya! Piensa, piensa. Las fronteras son de Europa, no de España y eso se decide en Bruselas, no en Madrid. ¡Pues yo lo he escuchado! ¡Y lo que te queda por oír! Vertió aceite en el plato de tal manera que llenara el fondo por completo, le dio la vuelta a la mitad del mollete y lo dejó empapar, en un movimiento brusco, pero calculado. Le dio la vuelta y enseguida le puso la otra mitad encima. Aldia, mirándolo, le dijo: "Nunca me acostumbraré a verte hacer eso. Es una ceremonia que la veo desde que me cogiste en brazo y me mojaste la primera miga de pan en el aceite".

-¿Cómo lo sabes? Es imposible que te acuerdes.

-Me lo dijo mamá, hace tiempo.

-¡Te dijo tantas cosas!

-Y también me dijo que aparentas lo que no eres. Que eres un hombre muy débil a pesar de tu aparente brusquedad, que eso es una coraza.

-Para, para. Por favor. No soporto escuchar lo que te decía tu madre. Siempre me lo decía a mí. Eran sus palabras hacia mí y por tanto son mías, no tuyas. Los ojos se le fueron poniendo brillantes, acuosos y empezaba a derrumbarse de nuevo, pero esta vez no estaba solo, estaba ante el espejo de su esposa joven. Hizo un esfuerzo, se tragó esa hombría que, como una res, se la habían marcado de niño y mirando a su hija de frente le dijo.

-Mira Aldia. Desde el día en que conocí a tu madre la he estado acompañando a muchos mítines...

-...Pero ella se quejaba de que no te interesaba lo que hacía.

-Muy al contrario. Lo que pasa es que no tengo estudios, no sé expresarme como ella lo hacía. Me embobaba ir a escucharla y ver cómo la gente le aplaudía y la admiraba. Me sentía muy orgulloso, pero no me atrevía a estar a su lado por mi timidez.

-¡Dios mío! Cuánto se quejaba ella, cuánto hubiera deseado verte en primera fila. Ella estaba muy orgullosa de ti, te amaba mucho. A todos se lo decía para que ninguno se atreviera a dar paso alguno.

-No sabes cuánto me arrepiento de no haberlo hecho. Lo más triste es que estoy haciendo lo mismo contigo.

-¿Cómo? No me lo puedo creer papá. Pero si yo estoy muy orgullosa de ti. Eres un hombre honrado, trabajador, solidario y un gran padre. Prométeme ahora mismo que no lo harás nunca más.

-Mira hija, te prometo que iré a cuantas reuniones me pidas. Sabes que no sé expresarme, pero tú lo haces por mí.

-De acuerdo papá, pero me acabas de decir que no soportas al coleta ni lo que dicen.

-En parte, hija, en parte. A ese que va presumiendo de cola, la verdad no me cae bien, la cola hay que llevarla con gallardía y siempre va encorvado como si pidiera permiso para andar.

-¿Y lo que dice?

-Lo que dice o decís se lo vengo escuchando a tu madre desde hace muchos años. Para mí escuchar eso de nuevo es revivir el pasado con ella. A la vez os admiro y siento pena. Admiro por lo valientes que sois y pena porque tu madre no va a ver lo que vais a conseguir. Quiero que sigas en Podemos, quiero ayudarte, quiero hacer lo que nunca hice, quiero dejarme la piel para conseguir lo que tu madre no pudo, mandar a todos esos hijos de puta a la cárcel y cuando llegue ese dia iré al cementerio, al que no he vuelto, y le diré que por fin lo consiguió, que nuestra hija tiene el futuro que ella no pudo darle.

Aldia lo miraba con los ojos en lágrimas viendo a un padre que no conocía y que lo había tenido delante durante treinta años. Él, derrumbado por haber sacado la rabia que tantos años había guardado, no pudo resistirse por más tiempo y se abrazó llorando a su hija. Cuando por fin pudieron recomponerse de tanta emoción vivida y como si no hubiera pasado nada dijo: "Aldia el mollete se enfría". Ella sonriendo le dijo, "te lo acepto, pero cambia ya el pijama". Ambos rieron como hacía años no lo hacían.

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