Así le llamaban en el pueblo. El miembro de Honor. No sabemos si tanto por vivir en mismo pueblo como por lo honorífico de su miembro.
Asoman las cabezas del sol por encima de las copas de ciertos pinares. El cielo raso, a punta de perdigón. El burro eructa para hacerse ver. Honor amanece con todas las de rigor, en alguna geografía ficticia que solo adivinan los tres borrachos, tan bellos durmientes ellos, apilados en el abrevadero, contando faldas en vez de borregos. Tomás, el de la bota de pez. Atanasio, con el botón de la camisa a punto de pelo en pecho. Felipe, el negro que vino de tan lejos que los dos primeros piensan de él que hizo la vida del indiano pero al revés, porque es de una tal Esmeraldas. A Tomás eso le suena a riqueza de piedras preciosas escondidas en un pañuelo arrugado y al otro, al aventurado Atanasio, le importa un pimiento porque todavía esconde ciertos resentimientos de cuando era legionario en el desierto y se hartó tantísimo de negros, turbantes y estampados de cachemir, aunque medio aterido por el aguardiente todo le parezca igual de equitativo. Uno mueve ligeramente el brazo porque le estorba el codo de Tomás. El otro ronca como una placentera yegua. Nada les perturba. Ni siquiera la imponente sombra que se acerca a medida que el sol se torna más perpendicular, y ya saben que en los primeros treinta minutos de luz el astro se mueve más acelerado y peligroso, pero no para calentar las dos desvencijadas botellas que se acomodan en el rellano de la acera.
Pero esa bendita sombra no es la del sol. Sí. Tanta presencia y buena hechura como el calor del verano. Una sombra alta y que parece herrada por algún bruto de yunque. Lleva un palillo en la boca. Lo da vueltas como moco de niño aburrido. La tez con varias marcas de pintalabios barato, repartido en algunos puntos estratégicos del cuello y de la barbilla. Camina despacio pero con aplomo. Transcurre a un lado de los borrachos. Los observa brevemente, como de paso. Tomás, Atanasio y Felipe. Su cuerpo de guardaespaldas. Se detiene a la altura de semejante complejo de aficionados a la imaginación. Frunce el ceño. Se desprende del palillo y lo tira lejos. Les devuelve los ojos. Ahueca los pantalones. Aligera las nalgas. Con la mano liberada se rasca el hueco reproducido, por si acaso. Y suelta un sonoro y agónico pedo que lo único que consigue del trío de borrachos es removerlos un poco y hacerse hueco entre ellos para sentarse cómodamente, aunque es tal el estruendo de la ventosidad en referencia que, para mejor criterio, debiera tomarse en cuenta el postigo de una ventana que recién se abre.
La sombra sonríe a los efectos indicados. A los del postigo. Sabe que tales flatulencias son tan legendarias como el tamaño de su miembro y le añaden cierto morbo romántico a su carácter. Se habían asomado dos dulces caritas al hueco abierto por la rotundidad del pedo. Dos mujeres de pozo y venta. Al más puro estilo manchego. Lozanas y con cara de hambre, pero no la del estómago. Se sonríen largamente. Le miran a él, a lo que lleva él, a lo que se le marcará después a medida que camine por la trocha y a lo que hace con tal herramienta. Con afecto y satisfacción elevan un suspiro. El pedo es el dictamen de que todo había ido bien.
¡Qué hombre! ¡Qué poderío alberga la envergadura de su capote! ¡Qué faena nos hizo en pleno ruedo velludo! ¡Más macho que una yunta de bueyes en busca de olorosos efluvios en celo! Eran tales las admiraciones de esas dos mujeres asomadas asimismo con cierta nostalgia, por saber cuándo y cómo volvería aquella sombra, aquel miembro de proporciones inmensas, cuyo látigo azotaba no solo sus carnes sino todas las de la comarca. Tan famoso y preponderante. El cabalgador solitario. Merodeador de posadas. Liberador de espíritus domésticos. El predicador del placer. Siempre a pie. Con sus acólitos borrachos a modo de guardia de honor. De talante nómada, pero que había tomado su sitio en las afueras, allá donde el tupido páramo sentía la frontera entre los hombres y él. Acerca de quién todas las mujeres, en puridad de vecindario, habían acudido a interceder ante el humilde párroco para que se quedara, y de ahí que le cedieran la antigua casona del cura sin que por ello costara mucho convencerle a semejante hombre de Dios, porque él también soñaba con la extremaunción de aquel miembro –no se olviden- de Honor. Así le llamaban en el pueblo. El miembro de Honor. No sabemos si tanto por vivir en mismo pueblo como por lo honorífico de su miembro.
