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Nos enseñó a estudiar y a amar la historia. Su método consistía en hacer partícipe a toda la clase del tema en curso.

Imagina que acabas 8º de E.G.B. casi por los pelos. Que vas a septiembre con Sociales, Matemáticas e Inglés pero te equivocas de día y te hacen el examen por pena. Que como tus padres no tienen muchas esperanzas puestas en ti, te buscan plaza en eso de la E.S.O, donde no hace falta el Graduado Escolar para entrar -imagina que al final apruebas pero ya no hay plaza en B.U.P, adonde van tus amigos-.

Era septiembre de 1996 y yo tenía 14 años. Mi futuro instituto no tenía ni nombre. El sueño de todo adolescente era que el instituto se destruyera, que le cayera una bomba y que no hubiera clases en tres meses. Yo tuve suerte, mi instituto 'El Torresblancas' no había sufrido ningún bombardeo, pero no estaba terminado, como lo oís. No empecé las clases hasta principios de noviembre, en 3º G. Había al menos diez clases de tercero, cientos de pubers mezclados con repetidores que venían rebotados de las clases nocturnas de otro centro. Benditos repetidores, cuánto aprendí de ellos. Los inicios fueron apoteósicos, goteras por todos lados, trozos de escayola que se desprendían del techo, algunos obreros rematando faenas, typical spanish. Lo menos parecido al inicio de curso en el campus de una película.

Los repetidores te guiaban —gracias Fran, Fae y Óscar—, te enseñaban cosas de la vida y pocas de los libros; y muchas de quién eran las repetidoras, sus cosas y sus líos. Había profesores que eran conocidos por algunos, y otros se dieron a conocer rápidamente. El primer año no lo tuve, la leyenda de 'El Hitler' corría por los pasillos como el ambiente cálido y sudado que los rellenaba. Contaba la leyenda que un profesor, muy estricto y serio, tenía a las clases más derechas que una vela. Que todos los alumnos trabajaban y que aprendías por cojones. “Ja, yo con ese voy a hacer lo que me dé la gana cuando me toque de profesor”, ¡ja! chavalín. No te equivoques, no era cuestión de poder, era cuestión de autoridad. El poder puedes tenerlo, pero la autoridad hay que ganársela. Y este hombre rezumaba autoridad.

Posiblemente no fuera mucho mayor de lo que soy yo ahora, 34 ó 35 años. Llegó el momento, en el curso 97/98 fue mi profesor de Historia. El primer día tocó el timbre de cambio de clase y todo el mundo estaba sentado. Estamos hablando de chicos de 16 y 17 años sentándose con el sonido de un tintineo, ipso facto, como el perro que se tumba a la voz de su dueño, muy fuerte. Entró por la puerta y sé que había gente que temblaba, quizás no físicamente, pero temblaban. Los más chulos se comieron sus palabras con sólo verle aparecer, no le darían ninguna contestación inadecuada, ya lo sabían, era el macho alfa de la manada. Y empezó la magia.

Lo mínimo que esperas de un profesor de historia es que te aturulle con fechas y hechos, pues no. Éste señor empezó a analizar nuestra capacidad de comprensión lectora, y dedujo que teníamos un fallo de base. Nos tuvo todo el primer trimestre aprendiendo a estudiar, no Historia, no, todo. A sintetizar, a resumir... puede sonar muy aburrido, pero hacía las cosas con un dinamismo increíble, con unos movimientos teatrales, casi ensayados, que hacían que no quisieras perderte ni una de sus palabras. Por si dejabas escapar algún movimiento de manos que enfatizara la palabra clave. No recuerdo si al principio nos llamaba por el apellido o por el nombre, pero de todas maneras sonaba a respeto. “Señor Baztarrica —o Eloy—, dígame cuál es la palabra más importante del texto. Una, sólo una (movimiento preciso de índice)”, te entraban ganas de echar la silla hacia atrás con las corvas, dar un golpe en la mesa con las manos, subirte en ella y gritar “¡Oh, capitán, mi capitán!”, joder, sí.

Nos enseñó a estudiar y a amar la historia. Su método consistía en hacer partícipe a toda la clase del tema en curso. No cabían los vergonzosos o ignorantes, porque si lo eras, más te valía dar la cara y decir algo cuando te preguntaba, porque si no, te daba un discurso de 30 segundos que te dejaba chafado para todo el día. Y lo mejor es que te hacía sentir culpable, a ti, a un niñato descerebrado que sólo pensaba en fumar y beber. Te sentías culpable porque de verdad era culpa tuya, porque era imposible no aprender con un profesor tan bueno.

Por una cosa o por otra, pasé en el instituto dos años más de la cuenta. Ya conocíamos a 'El Hitler', incluso un día nos explicó que conocía su mote y comparó al dictador alemán con su persona. Lo expuso de manera tan brillante, que algunos dejamos de llamarle así. Por respeto y por admiración. El caso es que conocimos al hombre detrás del profesor, y vimos que con 19 años no te trataba igual. Adaptaba sus metodología a las mentes de los alumnos, y ni que decir tiene que nos tenía más que ganados, por lo que las clases eran más relajadas. Éramos más maduros y pudimos valorar todo aquello que hizo Antonio Cano por nosotros. Gracias.

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