Me resulta realmente descorazonador contemplar la imagen que, año tras año, como si de un bucle espacio-temporal irrompible se tratase, se repite en nuestra comunidad educativa durante el mes de junio: la selectividad.

Miles de confiados estudiantes, con la candidez que la cercanía de la mayoría de edad concede, a pecho descubierto y sin trabas en el alma, se entregan a una gymkhana de exámenes que “pretenden” dilucidar quién vale para qué, o quién se equivocó al pensar que valía para cual, en un sistema que aun nadie ha sabido (o querido mejorar) a lo largo de décadas. 

Jóvenes abocados por la situación laboral y económica de nuestro país a vagar, una vez finalicen sus estudios universitarios, por la vieja Europa, aportando lo que nuestro Estado ha invertido en sus respectivas formaciones académicas. Cientos de miles de euros, que se destinan año tras año para que nuestros estudiantes el día de mañana sean los mejor formados, los más preparados… a veces, incluso genios.

Y luego vienen nuestros amigables vecinos de la Europa “industrializada” (Alemania, Reino Unido, Francia, Holanda…) para llevárselos a precio de saldo y pagarles, en muchos casos, sueldos raquíticos y vergonzantes. 

Vienen al Mercadona de Europa a llevarse lo mejor, en gran cantidad… y más barato. 

Mientras tanto, nuestros políticos actúan como fogoneros de esa insaciable locomotora europea, arrumando más y más combustible en sacas junto a la caldera, que fagocita el carbón del graduado español a grandes temperaturas y sin miedo a quedarse sin energía.

Reconozcámoslo: nos la han colado. 

Somos el granero del trabajo precario en nuestra querida Unión Europea que, a golpe del timón neoliberalista germano, nos priva de la posibilidad de crecer en investigación y en progreso bajo los dictados una caverna de Berlín implacable. 

Así nos luce el pelo… hasta que, irremediablemente,  nos quedemos completamente calvos.

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