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El conflicto laboral de mi padre se antojaba eterno y aquellas apariciones fugaces donde venía a comer y a recobrar su puesto, en la puerta de la fábrica, eran de las pocas veces que podía ver la cara de dignidad de quien llevaba las habichuelas a la mesa. Mi madre lo veía entrar e inquieta ante la paradoja de la dignidad ante la necesidad. Nos atendía, sin saber cómo iba a resolverse aquello. Casi expiraba la década de los ochenta y aquel nuevo enfoque sobre el modelo económico y de contratación estaba haciendo una criba cruel entre los que en la transición tenían veinticinco años y empezaban a amueblar sus pisos como en aquellas series americanas donde gente acomodada, con costumbres conservadoras, entraban por la televisión. Se fue rápido, no si bien antes mirarnos a todos y no soltar ni una sola palabra. Ninguna.

Terminé de almorzar y bajé de sobremesa a aquellas horas de los callejeros, el de los niños sin camiseta y que se comían la fruta en la plazoleta. Llamé a los telefonillos, jugándome la reprimenda de aquellas madres que estaban fregando los cacharros y que iban a boicotear la salida de mis compinches. Yo quería huir, aun entre el calor de aquel verano interminable, huir de allí. Como pueden ser de largos los veranos para cualquier niño de aquella clase.

Quería ir por el viejo camino de las vías del tren que daba directamente a un descampado lleno de flama, escombros y el paso entre dos mundos. Los jaramagos y el silencio de los inadvertidos, de los que ansían comprenderlo todo en poco tiempo, de los que ya saben que pueden saciar su infelicidad comprando la ropa que salía por aquella televisión y que llevaban según que deportistas o famosos.

Aquella vía era una frontera que llevaba directamente a unos grandes almacenes donde existía el placer y podías mirarlo cara a cara. Donde el aire acondicionado y la música te apartaban del ventilador y los paños de hule con pipas de sandía y la sábana en el suelo donde los hermanos dormían la siesta. Entré por aquellas puertas como en la cueva de Alí baba, ensimismado. Era el futuro, a tres kilómetros de mi plazoleta. Y comencé mi ronda donde por envidia, odio, resentimiento y sobre todo un sentimiento de extraña justicia o sentirme recompensado iba a robar una gorra de un equipo norteamericano de béisbol, que tanto deseaba. Sí, robar, y esta vez sin remordimientos ni golpes de pecho. Era simplemente un acto de indignación.

Pero sin duda no vale con tener ganas, como en todo, la experiencia, la destreza y las malas ideas son fundamentales para triunfar. Entre tanta gente me delaté y me cazaron. En mis manos se posaron otras dos más poderosas y firmes. Aquel empleado de seguridad, que llevaba una americana roja, me miraba como el que miraba una cadena de producción, aquella peripecia que me hacía tener el corazón a más de mil pulsaciones por minuto, para él era una rutina tan barata, que la garantizaba su puesto de trabajo y una visión horrenda sobre el ser humano, que ni siquiera parpadeó. Solo me dijo: acompáñame.

En menos de cinco minutos me encontraba en un cuarto donde no advertí casi ninguna decoración, y todo me pareció una nada sin sonido, ni color, recuerdo que en mis oídos se instaló una sordera nerviosa y mis piernas tiritaban al compás de lo que podía suceder si mi madre se enteraba de todo. De mi desafío a aquellas frases que sacaba entre tantas tareas, para decirme que siempre bajo cualquier circunstancia se podía ser honrado. No paraba de sudar hasta que rompí a llorar, tenía doce años, me creía un hombre y sin embargo me delaté como lo que era, un niño.

No paraba de repetir el nombre de mi madre, impulsivamente y no pude levantar la mirada en un acto de dignidad. Mamá, mamá repetía mil veces. Pero no para pedir ayuda sino para sacarme la pena. El Seguridad, un tipo canoso de casi sesenta años me sentó y me preguntó por qué había hecho eso. No le respondí, no me salían las palabras, pero me abracé a él con fuerza. En un minuto lo solté y para mi sorpresa, tras mirarme fijamente, me dijo que me fuera y que prometiera que jamás le contara a nadie que él me había soltado con mi botín. En su mirada vi que tenía claro que la esperanza era un buen desayuno, pero una mala cena, que no estaba allí compensado ni feliz y que sobre todo él, en algún momento, fue un niño de barriada como yo lo era. Ya de vuelta, en las vías que iban de nuevo para mi casa y con la gorra debajo de la camiseta, la puse encima de la vía, me aparté y vi como el tren que venía de Sevilla dirección a Cádiz la desintegraba en mil pedazos. Mi madre y ese honrado huelguista lo merecían y sobre todo aquel hombre de la chaqueta roja.

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