El griego perplejo

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

Giovanni Paolo Panini, 'Un capricho de ruinas clásicas con Diógenes tirando su copa" [cuando se dio cuenta de que podía beber con las manos] (1729)
Giovanni Paolo Panini, 'Un capricho de ruinas clásicas con Diógenes tirando su copa" [cuando se dio cuenta de que podía beber con las manos] (1729)

Seguramente sea etnocéntrico decir que la civilización griega antigua es la más brillante de la historia de la humanidad. No deberíamos olvidar los remarcables descubrimientos espirituales de los hindúes, el legendario sentido común de los chinos o el genio inventor de los mesopotámicos, por citar algunos tópicos. Pero pocos ponen en duda que la Grecia antigua supone la más alta cima del espíritu humano en el marco mediterráneo y europeo en el que algunos nos movemos. Todavía, cuando queremos decir algo importante, lo decimos en griego: “Es un hecho empírico” (del griego ἐμπειρικός); “Es una verdad histórica” (del griego ἱστορικός), etcétera. El pueblo griego, como el judío, el chileno o el cingalés, es uno de esos pequeños pueblos elegidos que, pese a su exiguo número, han influenciado desproporcionadamente la historia cultural humana. No en vano la Hélade produjo la democracia, la física, la tragedia, la medicina científica, y, aunque no inventó la filosofía (que surgió también, de forma más o menos paralela, en India y en China) sí que es responsable de lo que hoy conocemos como escepticismo filosófico. 

Fue Grecia el primer lugar conocido donde un notable grupo de personas dejó de creer en el edificio integral de la cultura de sus ancestros, negándola de todas a todas, y no fueron absorbidos, reprimidos o prácticamente borrados de la historia por ello. Me refiero a los escépticos, los cínicos y, en menor medida, los estoicos y epicúreos de la época que conocemos como helenística (después de la edad de oro de la Grecia clásica, que, como todas las edades de oro, era mucho más dogmática). De la India antigua recordamos escuelas como la materialista Cārvāka o la escéptica Ajñana, pero no conservamos ningún texto suyo: sólo sabemos de ellas por las —dudosas— caracterizaciones de escuelas rivales que sí sobrevivieron. Mejor suerte corrieron en la cultura china personajes como Wang Chong, o en la árabe el racionalista Al-Ma’arri, aunque no puede decirse que sentaran sólidos linajes intelectuales. 

Una diferencia fundamental entre los griegos de la Antigüedad y los escépticos en China, India o la Umma es que los segundos formaban parte de una cultura cuya religión era ya altamente filosófica, mientras que los griegos desarrollaron su filosofía de forma paralela a su religión. De ahí que sólo en Grecia y sus vástagos intelectuales –la antigua Roma, el humanismo, la Ilustración– se establezca una diferencia tajante entre el conocimiento adquirido mediante el mero uso del raciocinio y el adquirido por revelación mística o la tradición escrituraria. En otras palabras: sólo allí se distingue (lo que los influenciados por la Hélade entienden por) filosofía de (lo que los influenciados por la Hélade entienden por) religión. Los dioses griegos, enzarzados en sus continuas batallas, amoríos y otros lances típicos de los panteones paganos europeos, no estaban altamente teologizados. (Los que más lo estaban, como Dionisos u Orfeo para sus respectivos seguidores, pertenecían a otra matriz mitológica, la de Tracia y Asia Menor, o como tales eran recordados.) 

Los dioses y sus olímpicas peripecias resultaban, pues, fáciles de cuestionar para una filosofía que discurría en paralelo a ellos y que, por eso mismo, tanto los teologizará de mil y una maneras (reduciéndolos al arjé de los presocráticos o insertándolos en el universo de alegorías de los estoicos) como se verá con la legitimidad para prescindir de ellos, borrándolos de un plumazo. 

A menudo, los humanistas, ilustrados y racionalistas de los siglos XV al XVIII se veían mejor reflejados en la filosofía clásica que en la escolástica teológica o la literatura mística cristiana que suponían su precedente histórico inmediato. El cristianismo, como el islam o el judaísmo, se había servido de aquellos descubrimientos filosóficos –los de Platón, los de Aristóteles, los de Plotino– para subyugarlos a sus principios religiosos y pretender que, mediante la demostración de ciertos principios racionales, la revelación profética podía ser validada: en realidad, que Dios exista en forma de causa primera, al estilo de Santo Tomás (que es el de Aristóteles), no prueba en modo alguno que creara el mundo en seis días, que sea omnisciente, omnipotente o capaz de responder a las plegarias, tal como lo retratan las Escrituras. Cuando los intelectuales europeos comenzaron a dudar de esos principios religiosos, por razones diversas, se refugiaron en las fuentes grecorromanas de su aparato filosófico, que cobraban una mayor transparencia ante sus ojos.

Claro que, si remontamos a Grecia los orígenes del secularismo, el ateísmo y el materialismo occidentales, también hemos de reconocer que incluso los helenos menos piadosos concibieron sólidas éticas racionales basadas en el concepto de virtud moral (ἀρετή). No cabe decir que el pensamiento contemporáneo se cuide demasiado de hacer lo propio, sobre todo en sus variantes de Europa continental. Este vacío ético es una de las causas de que el secularismo se experimente, a su vez, como relativismo o nihilismo, cuando no tendría por qué serlo: en este sentido, es perfectamente lícita la crítica de que no acierta a compensar su rechazo a la tradición (cristiana) que ha asegurado durante siglos los cimientos morales de la sociedad. Esta problemática preocupa, en especial, a ciertos pensadores franceses (Jean-François Revel, André Comte-Sponville...), en claro contraste con otros nombres célebres del mundillo filosófico de su país, abismados en la contemplación de la nada. 

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