La lista de despidos se repartió entre los empleados sin previo aviso. Tras la huelga, Ildefonso, uno de los encargados, fue el responsable de ponerla en el tablón de anuncios, en la entrada de la bodega. Sin explicaciones y sin ninguna piedad, en una hoja de papel venían escritos 125 nombres con sus apellidos correspondientes. Y a su lado la ocupación que ejercían en la bodega o en el campo. Toneleros, arrumbadores, peones y hasta uno de los encargados configuraban la lista de la fatalidad. Sin opción ninguna a una reclamación o a un finiquito por los servicios prestados. Algunos habían producido en la bodega durante veinte años.
La lista la hizo, con placer, el capitán en persona conjuntamente con Ildefonso y algún perro chivato y traidor que no le tembló el pulso a la hora de ser un esquirol como tampoco en delatar a los más revolucionarios y contestatarios. La huelga fue en sí misma un fracaso, ninguna mejora se adquirió, ni afectó a la producción y ni mucho menos se lograron las demandas tan evidentes que merecían los trabajadores. Pero aunque la sensación fue amarga y frustrante, el germen dejado en el ambiente y el nivel de politización colectiva en las asambleas calaron.
Ningún trabajador desconocía ya las siglas de la CNT y empezaban a sentir como suyas las revoluciones y noticias que llegaban desde esa Rusia tan lejana en contra de la aristocracia y la burguesía más corrupta, otro tipo de gestión se estaba dando en las fábricas. El mundo estaba cambiando, a costa de muertes, de guerras y de la lucha de clases. Muchos atentados finiquitaron, incluso, a algún noble y el bolchevismo tomó fuerzas para que los parias del mundo tomaran el poder, en un efecto dominó. Lo que derivaría de todas aquellas revueltas no se podía saber, pero aun en un fracaso absoluto por parte de las revoluciones y su posible final totalitario y criminal, por el camino, estaban todos seguros de que, colateralmente, se conseguiría lo que tanta falta hacía en las fábricas y en el campo; Guerras civiles inevitables, el apoyo incondicional de los bancos, empresarios, militares, potencias capitalistas y la iglesia católica a la causa de los ricos se intuían, pero las ganas de libertad estaban instruyendo a los más desprotegidos porque nada politiza más que la miseria. Europa y por consiguiente el mundo estaban mutando.
Pasados ya seis meses desde el incidente de la puñalada y tras el revuelo que causó la emboscada en la carretera vieja del Puerto de Santa María a Jerez, estando Manuela en paradero desconocido y en busca y captura, Pitt, pudo librarse del despido. Nadie, gracias a las artes derrochadas por el inglés y a que ningún chivato se percató de sus asistencias clandestinas a las asambleas, pudo delatarlo. Él iba a las menos numerosas pero de más transcendencia. Casi invisible, solo se reunía con los inevitables líderes sindicales para darles información de primera mano en sus innumerables reuniones con Richard Eton.
Todo volvía a una relativa calma y sosiego. Habría tiempo para retomar fuerzas, sin desistir en la lucha, pero el evidente desgaste haría que pasara un tiempo hasta que por necesidad las asambleas decidieran ir de nuevo a otra huelga.
El domingo se levantó bonito y salió de la pensión para ir a buscar a María que lo esperaría en su casa. Vivía en un patio de vecinos de la calle Cazón. Iba loco con su traje y un ramillete de violetas adquiridas en una floristería de la calle Medina. Con británica puntualidad, como no podía ser de otra manera, llego al número 12 de la calle con nombre de escualo en el barrio de San Miguel, donde ya conocía a las vecinas. María había proclamado a los cuatro vientos ya su noviazgo con la intención de un casamiento cercano a las mujeres de su patio y a su familia de Arcos. Pitt se había ganado a las vecindonas con mucha galantería. Les traía siempre algún caramelo, una botellita de anís e incluso algún libro que alguna de las menos analfabetas leería en las largas tardes de verano, entre sillas y geranios, al frescor del pozo y el olor del jazmín, a quienes nunca tuvieron acceso a ningún libro.
