El sanatorio de Santa Rosalía, recién abierto en Junio de 1927, no estaba, ni por asomo, preparado para aquella puñalada que Pitt había recibido de manera traicionera. La falta de sangre y suministros eran evidentes. Pero nuestro inglés tuvo la suerte de que el doctor, una eminencia, don Jaime Zárate de Veas estaba de visita en él. Al parecer el arma de Manuela no era más que un estilete de pequeño tamaño y las heridas no fueron muy profundas. La rápida intervención de un tonelero, Mariano, que lo portó desde el primer momento de la manera más adecuada (no era la primera puñalada que presenciaba ni taponaba) y la presteza de algunos compañeros de la bodega, propiciaron que Pitt llegara al sanatorio con las fuerzas y la sangre suficientes. María posteriormente habló con el doctor y jamás se le olvidarían aquellas palabras que le dijo: se ha salvado de milagro, unos centímetros más de profundidad y la que tiene en el estómago hubiera sido mortal de necesidad. Ahora necesita reposo y cuidados.
María ya llevaba meses enamorada y el viejo truhán le había aportado algo más que todos esos gañanes que frecuentaban el tabanco. Echaba la vista atrás y ni en su pueblo ni en Jerez ningún otro hombre la había tratado con la educación que merecía. Siempre maltratada con la punta del zapato, desde niña, tanto por su padre como cuando trabajaba en ínfimas condiciones en los cortijos de Arcos, cerca de Jédula, recogiendo garbanzos. Por todo eso decidió coger las pocas pertenencias que tenía y decidió probar fortuna en la ciudad del vino y los caballos. Donde se le brindarían más posibilidades, al menos eso creía ella. Pero la mujer, por desgracia, estaba siempre en un segundo plano y todo costaba el doble. Incluso en la lucha de clases, aquellos anarquistas y comunistas, que empezaban a politizarse en la bodega, no llevaban a las compañeras de la mano. Todavía ellas planchaban las camisas de los que iban a las asambleas o sus opiniones no eran ni escuchadas ni tomadas tanto en cuenta. En la mayoría de los casos estaban relegadas a la casa y los niños y, sin remedio, a no ejercer nunca un puesto de verdadera responsabilidad intelectual en la bodega o el campo. Cobrando siempre menos que un hombre aunque, en muchos casos, doblaran la producción de éstos.
La mañana que Pitt abrió los ojos estaba neblinosa. Por un momento no se acordaba que estaba en Jerez ni qué hacía en aquella habitación del sanatorio, todavía creía que estaba en su barraca de Bristol pensando en la guerra y los alemanes. Sólo le vinieron los recuerdos más recientes. Al querer incorporarse las heridas le dolieron y le recobraron la memoria al instante. Y allí a su lado sentada vio a la serrana.-¿María ? -Ayy Mi “Pi”. Corazón mío. Que de rosarios he rezado a la virgen de las Nieves. Por un momento creí que te perdía. Un beso hijo… ay por Dios ¡ Ay por Dios! Pitt. La interrumpió en seco.-¿ Y la mujer?-¿Qué mujer? preguntó María.
Pitt tenía en la cabeza la mirada de aquella gitana pero sentía todavía ese impulso de culpabilidad.- Ah, sí la gitana. Se la llevaron los civiles, unos compañeros de la bodega lo presenciaron todo y está ya en el penal del Puerto esperando a que un juez decida su destino. Maldita sea y mal puñaladas le den a esa fiera corrupia, si yo la atrinco la desmoño...
Pitt estaba cansado y fatigado. Decidió no hablar más e intentó, de nuevo, quedarse dormido. No quería dar las explicaciones pertinentes de por qué Manuela, en su venganza particular o quizás en la de los pueblos oprimidos y humillados, como el gitano, tras el trascurso del tiempo, de vez en cuando, realizaban este tipo de actos violentos. María era pura bondad y estaba nublada por sus emociones. Y aunque no le faltaba mundo, quizás fuese el más cotidiano el que dominaba su relación y sus perspectivas. Sin ver todavía la dimensión de los problemas en su aspecto más global. Antes de cerrar los ojos pensó en cuántos habrían sido encarcelados, despedidos y torturados tras la parada en la bodega. Recordó la sonrisa del capitán repasando su plan reaccionario en contra de sus esclavos. Tenía en la cabeza mil incógnitas pero la que más le impedía tener tranquilidad era el destino de aquella mujer que, tras perder a su hijo Rafael el chico, lo identificó como el culpable de todos los males. Cómplice de siglos y siglos de historia y terror en contra del pueblo gitano. Sacados de sus chozas, tras la peonada agrícola, para que también hicieran de bufones en esas fiestas opulentas donde, tras cantar unas bulerías de madrugada a algún señorito de Madrid, por unas cuantas botellas de vino, regresaran a su triste realidad de miseria, piojos y hambruna. Triste, aunque canten y bailen mejor que nadie, están los gitanos en Jerez- se dijo. Antes de volver a cerrar los ojos y dormirse en la incertidumbre y la pena de que tiempos muy duros estaban por venir.


