Las sombras del vino (III)

Una gañanía, en una imagen de archivo.

Transcurridos, de sobra, los diez días de adaptación propuestos por el capitán Eton, Pitt ya conocía los principales barrios de Jerez y, cómo no, había acatado la orden de comprarse ese traje que le permitiera pasear por la calle Larga con gallardía y jerezanía, y en su caso, con esas formas que sólo tienen impregnadas en las hechuras los británicos, destacar. La manera de acomodarse los puños de la camisa o mirar un reloj pueden decir mucho de un caballero. Esa frase se la recordaba su madre, repetidamente, cuando los domingos, en la misa dominical anglicana, a regañadientes, tenía que ir a cumplir con ciertas tradiciones que nunca había entendido demasiado.

Era lunes, tras levantarse temprano, a las siete de la mañana, tras probar un poco de café y una tostada con aceite y azúcar, imposición de la pensión, que ni por asomo iba a replantearse unos huevos hechos en mantequilla con panceta y un poco de té, nuestro intrigante ingles se apresuró para no llegar tarde a la bodega. Desde la calle Honsario, con premura, partió hacía la calle Arcos y en tan solo diez minutos se encontraba en su puesto de trabajo. En la puerta, Manuel Navarro, encargado de recibir, desde su casetilla, a cualquier transporte o individuo que quisiera entrar en la bodega, saliendo a su paso, le dio los buenos días.

—Buenos días don Manuel. —-Buenos días señorito "Pi". Parece usted un San Luís de palo esta mañana. 
—No me digas eso por favor y no me adules tanto que eres un bribón. Manuel se reía de su acento y porque ya sabía que tenía metido en el bolsillo al extranjero del pelo cobrizo. Más que nada para poder degustar esos cigarrillos alquitranados tan fuertes que gastaba y que siempre, tras ese saludo tan cordial y ser cortés, recibía. Pero también porque percibía una nobleza y una compostura muy dignas en sus formas. Manuel Navarro con dos copas de amontillado encima siempre decía, sentenciando, sobre los habitantes de la isla : donde haya un ingles cuenta con él.

—Señorito Pitt, interrumpió con brusquedad los chascarrillos de manera seria. El capitán Eton me ha dejado un recado para usted importante, me ha dicho que a primera hora de la mañana le diera esta nota. Se la metió en el bolsillo del traje cuando, y por accidente, casi el tren de la bodega lo atropella. Se paralizó catatónico y ante las risas de los operarios, que ya llevaban allí unas horas, se recompuso ruborizado y se dirigió a las oficinas. El encargado, Ildefonso, lo esperaba con una sorpresa inesperada y algo pintoresca.

Esta mañana, Pitt, tengo un encargo para ti. Te presento a la heredera, la señorita Margarita Eton, hija menor del capitán, hoy debes hacerte cargo de ella porque necesito a alguien de confianza para que la lleves al cortijo de Listán para que su prima Victoria, venida de Madrid, la vea. Normalmente de estos asuntos se ocupa Rodolfo pero hoy no puede, está enfermo el muy pusilánime. 
 Margarita era una pequeña infanta de unos diez años de edad. Vestía un precioso vestido blanco, ya veraniego, y un sombrerito muy gracioso con un lazo azul muy bien colocado. Aunque seria y educada desde temprano, para no confraternizar con nadie, ofreció su mano a Pitt, sin mirarlo a los ojos, para que la subiera al coche.

—¿Dónde vamos señor? Dio las señas del cortijo y en seguida el chófer, desde la calle Arcos, emprendió el viaje hacía el barrio de Santiago para, desde allí, acceder a Picadueñas donde una carretera polvorienta y plagada de tunas con jaramagos lo llevaría en media hora al cortijo indicado. La niña no hablaba durante el viaje pero al cruzar por la calle Taxdirt dijo con sequedad y con un tono de voz que reflejaba poder: quiero ver a los gañanes. Quiero ver a los gañanes, empezó a decir repetidamente, gritando, pataleando y llorando con la insistencia de una niña mimada y acostumbrada siempre a recibir lo que quería de los empleados. En su casa era otra cosa, su educación era espartana, asimilada de las institutrices visigodas más severas, pero en la calle infligía su poder sobre cualquier subordinado por poder, placer y el instinto de su estirpe. Y a esa edad tan temprana ya sabía perfectamente que lo tenía.

Ante la insistencia de la niña y por tener tiempo de sobra decidió no soportarla más, en un acto desesperado e inseguro. Le hubiera dado un cachete en el culo pero sabía que hubiera sido su perdición si llegaba a los oídos de doña Elvira, su madre. Ante el llanto y los malos modos de la heredera no tuvo más remedio que claudicar. 
—Matías, le dijo al chófer, vamos a las gañanías. Sin rechistar varió el recorrido y fueron directamente hacía ellas.

Llegaron y el panorama fue desolador. Niños descalzos churretosos, mujeres viejas vestidas de negro y casas como chozas insalubres por donde salía humo mal ventilado. Todo aquello parecía un poblado sacado de una película de los negros en África. Con la diferencia de que el adobe aquí estaba sustituido por la cal. El olor era insoportable y cuando el coche llegó los niños salieron de la nada, como las cigüeñas por San Blas, en forma de bandada, con las energías que salen del corazón y no del estómago, corriendo detrás de ellos. Con los brazos en alto tropezando acompañados por perros dentudos y calavéricos. Los niños demandaban una limosna y dulces mientras gritaban vítores y se entrecruzaban peligrosamente a su paso.

De pronto un frenazo, seco. Pitt y la señorita Margarita casi se lastiman y de pronto, entre el sol cegador y blanquecino del medio día, se escuchó un grito desgarrador y femenino. Era una mujer de treinta años que parecía tener sesenta y que había presenciado como al menor de sus seis hijo, Rafael, el coche lo había atropellado destrozando sus costillas. Tras los alaridos se hizo el silencio hasta de los perros. Y fue la misma madre la que sacó el cadáver de Rafaelillo de debajo del auto, mirando hacía los ojos de Pitt con una mirada iracunda.

La cara de Matías y Pitt eran la de dos personas que al saber que por acceder a los caprichos de una niña, habían propiciado que el destino hiciera esa jugada mortal con otro. Un niño sin importancia para la irremediable percepción de los que ni siquiera conocen que pueda existir un grado tan alto de pobreza en el mundo. A continuación, tras intentar recomponer el pulso, sin llegar al cortijo, se volvieron a la bodega. Dejaron a Margarita con Ildefonso y la niña antes de retomar su realidad les preguntó a ambos que sí los gañanes no eran animales.

Ella así lo creía. No recibió respuesta. Al ver que el capitán no estaba en la bodega y tras terminar su jornada decidió volver a la pensión del barrio de San Pedro en la calle Honsario. Ya en la cama y al querer coger un cigarrillo se dio cuenta de la nota que tenía en el bolsillo, esa que le había dado Manuel Navarro donde ponía: bajo ningún concepto lleves a mi hija Margarita a las gañanías. Quiso morirse en ese momento.