Detalle del interior de una bodega gaditana. FOTO: MANU GARCÍA.
Detalle del interior de una bodega gaditana. FOTO: MANU GARCÍA.

Capítulo 2. El capitán Eton.

Llegado a Cádiz y tras una larga travesía donde sólo hicieron una escala en Lisboa, y nuestro querido Pitt casi pierde un ojo por pelearse con dos turcos en una taberna de mala muerte por defender el honor de una prostituta. El doce de Mayo de 1927 pone sus zapatos en la antigua y salerosa ciudad de Jerez de la Fra. Allí es reconocido, tras bajarse del tren, por un chófer que lo conduciría a las bodegas Eton Sherry and London, flor y nata de la belleza y la estética británica en Andalucía. Allí el capitán lo aguardaba tras esa promesa que le hizo en las trincheras, quizás apresuradamente y preso del miedo, en un agradecimiento intenso. En un momento de supervivencia, tras salvarle la vida, ante un alemán de casi dos metros de estatura.

Llegó a aquel paraíso laberíntico de botas con soleras y criaderas, y todavía llevando puesto el atuendo de quien descarga mercancía en el muelle de Bristol. Fue recibido por el Capitán de la tercera compañía de granaderos Lord Richard Eton Gordons. Vestía impecablemente con un traje de rayas azul marino, un afeitado aun mejor y unos zapatos dignos de un Lord de la realeza en un día en las carreras. En concreto unos Lotusse importados y comprados en Sevilla en una zapatería de la calle Sierpes.

Ya en su despacho y tras enseñarle su bodega, se acercó a Pitt a solas: ¡Cuádrese soldado! Por instinto marcial nuestro protagonista se verticalizó. Debatiéndose entre si aquel recibimiento tan marcial era una broma o formaría parte del nuevo protocolo diario. La media sonrisa cínica del capitán disipó las dudas y al instante relajó su postura. Ambos fumaron un cigarrillo inglés sacado con elegancia de una pitillera de plata con el escudo de la bodega. El capitán dio dos suaves golpes en ella antes de llevárselo a la boca.

Bienvenido querido. Ya ha llovido... nunca pensé verte por aquí. Aunque reconozco que siempre te tuve en la cabeza, aquel episodio en las trincheras no podré sacarlo de mis pensamientos. Ya sé como van las cosas por Inglaterra y me dio una gran satisfacción, al leer tu carta, que vendrías a aceptar mi ofrecimiento. Sé que vienes cansado y no demoraré esta entrevista. Ya me contarás cómo has echado el viaje y cómo te las has apañado tras la guerra, pero lo primero es orientarte: voy a darte un anticipo y te hospedarás en una pensión de la calle Honsario en el barrio de San Pedro, se llama la de Los toreros.

Durante diez días estarás sin trabajar y te ruego que mandes, por favor, a que te hagan un traje, estás en Jerez. No queda lejos la pensión de la calle Santa María que enlaza con la Plaza del Arenal. En ella podrás enterarte de lo que se cuece en Jerez y ponerte al día. Comenzarás en las oficinas. No quiero a ningún inglés en el campo entre tantos gañanes serviles y luego, si vas bien, serás el encargado, cuando domines más el castellano, de dedicarte a las ventas.

Ya verás, esto te encantará. Jerez tiene ya un punto muy británico. Por aquí han imitado nuestra estética y es muy gracioso ver a un peón agrícola, que el lunes va arremangado y sucio, el domingo, acicalado con un pañuelo en la chaqueta y yendo a misa de doce en San Miguel como lo haría vestido unos de mis primos de Londres. Es algo raro pero bonito. Estos muertos de hambre tienen aires de grandeza, es algo que no he visto con tanta intensidad en otros sitios en mis innumerables viajes por Europa. Y las mujeres Pitt, suspiró, ya verás... En cuanto pueda te llevo a Arcos, un pueblo de la sierra vecino.

Parecen moras con ese pelo rizado y cuando bajan del barrio alto al rio a lavar la ropa lo hacen cantando y en sus roetes llevan jazmín. Ya te acostumbrás rápido a eso, a los olores de aquí. Nada que ver con el humo de esas chimeneas de ladrillos rojos y los pantanos de brisas viciadas. Aquí las mujeres parecen reinas, no como las desdentadas pelirrojas con la piel como la leche que frecuentabas en esos prostíbulos de mala muerte. Esto es un paraíso; Y “al ruido de estas campanas (llevándose las manos repetidamente al bolsillo) la que no cae hoy cae mañana”. A pesar de tener poco disfrutan mucho, ya verás Pitt. Ya te llevaré a los toros y a la feria. Ya verás Pitt...ya verás.

Bueno, se me hace tarde- dijo apagando el cigarrillo- dile a Manuel Navarro, el que está en la puerta que te lleve a la pensión, yo por hoy no puedo atenderte más. La feria nos ha dejado muy atareados. Además tengo esta tarde partida en el casino.

La reunión fue corta y tras darle Manuel las señas correctas de la pensión se dirigió hacía ella. Quiso ir andando incluso con el cansancio acumulado y el desconocimiento del plano de la ciudad. Pero se lo pedía el cuerpo para ir familiarizándose con el entorno. Reflexionando sobre el recibimiento, él sabía que toda aquella descripción tan optimista sobre Jerez era la propia de un niño de papá acostumbrado a tratar a las almas como mercancía. En el tren había presenciado muestras de pobreza y por las calles le estaba ocurriendo lo mismo.

Sabía ya de sobra que el capitán, con sus bromas y sus formas, había marcado el terreno e iba a cobrarse muy duro dar alojo a aquel ingles, pasado ya de los cuarenta, ese que le salvó la vida entre el barro de Francia... Por cierto —reflexionó— se fue a la cama pensando que él nunca había frecuentado un prostíbulo en su vida.

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